A. F. Molina

Antonio Fernández Molina

Según parece en una vivienda próxima a la vía del tren, en el importante nudo ferroviario de Alcázar de San Juan (Ciudad Real), nace Antonio Fernández Molina en 1927. Posteriormente se traslada a Alicante, Valencia y, finalmente, a Alcoy, donde muere su padre cuando tiene siete años. La madre decide instalarse con sus hijos en Madrid, en un piso modesto en el barrio de las musas, entre la calle de Quevedo y la de Cervantes. En sus escritos autobiográficos asegura que no recuerda cómo aprendió a leer ni a escribir. Vive con pasión el mundo de la calle y del barrio. Ya entonces disfruta contemplando libros en los escaparates y en la cuesta Moyano.

En 1940 Fernández Molina comienza a estudiar el bachillerato en Guadalajara. Con algunos compañeros del instituto intenta crear una revista literaria manuscrita.

En 1950 Antonio comienza sus estudios de Magisterio y la mili. Al año siguiente, con el dinero que recibe de su abuelo para comprarse un traje, funda la revista y colección de libros Doña Endrina.

Se abre camino en la poesía en 1953 con Biografía de Roberto G. y Una carta de barro.

Muere su madre en 1954 y asume la dirección de la familia, que incluye a cuatro niños en edad escolar, hijos del segundo matrimonio materno. En 1955 se casa con Josefa Echeverria, una muchacha de Casa de Uceda, el pueblo de su abuelo

Camilo José Cela, que entonces vive en Mallorca, aprovecha sus viajes a Madrid para asistir a las sesiones de la Real Academia Española y, además, conversar con Fernández Molina.

Supone un gran cambio para toda la familia el paso de los pueblos de Guadalajara, donde el poeta ejercía de maestro, a Palma de Mallorca. En la isla entra en contacto con Joan Miró, Robert Graves, Américo Castro y otras personalidades que circulan en torno a Camilo José Cela. Durante esta etapa decide dedicarse tanto a la pintura como a la literatura.

En Zaragoza vive hasta su muerte en 2005.

Junto con Juan Eduardo Cirlot y Francisco Pino, Fernández Molina es, si no el más, uno de los poetas más insólitos de España. Su línea bebe tanto de la vanguardia más heterogénea como dela Tradición. Se acerca al letrismo pero también a los místicos. En sus poemas no se encuentra artificio, sino verdad. Fue siempre él mismo mientras pintaba, escribía, comía, entonaba una conferencia, se sentaba a tomar un café o se ceñía uno de sus característicos sombreros… Frente a él las etiquetas se apelmazan y desprenden acartonadas por el brillo del talento. A nuestro modo de ver su estilo rebasa el surrealismo y el postismo. Los géneros literarios y los límites siempre se le quedaron pequeños. Se mereció más de lo que obtuvo.

El túnel del tiempo

Aquel escritor ambicionaba, más que otra cosa, que le dedicaran una calle en el pueblo de su mujer, el gran amor de su vida. En aquel pueblo había pasado la horfandad de su niñez.

Nadie en el  lugar tenía la menor idea de la real importancia de su obra y, sólo cuando ya muy anciano la evidencia se impuso, le dedicaron una calle.

En aquel momento el escritor estaba lejos. Pasaba una temporada con un amigo científico. Este amigo consiguió crear el túnel del tiempo. Un túnel individual que sólo servía para una vez. Le invitó a que entrara en el túnel y se trasladara a la época deseada. Entró el escritor y convertido en niño recorría las calles de su infancia en el pueblo de su mujer, y allí apedreaba la placa de la calle que le dedicarían pasando el tiempo.

A. F. Molina
No. 64, Abril – Mayo 1974
Tomo X – Año XI
Pág. 509

La carta

Escribía, indudablemente, influida por todas las novelas escritas o televisadas: “Te necesito. Estos meses lejos de ti han sido para mí como un infierno. No sé como he podido vivir tanto tiempo lejos de ti. Mi vida y mi ser los consume el ansiado deseo  de verte, de hablarte, de sentirte cerca de mí como tantas veces. ¡Te necesito tanto, Jorge! ¿Me escribirás? ¿Regresarás pronto?

Su escrito fur interrumpido por el silbato del cartero en su puerta. Se levantó y recibió la carta. Procedió a abrirla con la esperanza transformada en manos: ¡dentro del sobre venía Jorge!…

Daniel Barbosa Madrigal
No. 64, Abril – Mayo 1974
Tomo X – Año XI
Pág. 518

Mi resurrección

Me construyeron una recia madera negra de los bosques alemanes, por encargo de un hombre pobre, pero rico de corazón, quien con su ingenio y su trabajo tenaz me hizo crujir. De mis entrañas salieron las páginas de la primera Biblia, impresa en elegantes y bellas letras góticas.

Yo me sentía feliz al lado de mi dueño; los dos teníamos conciencia de nuestra misión, de lo que nuestro trabajo representaba para la humanidad. Pero, un día el usurero Juan Fust, quien proporcionó el dinero para mi construcción, me alejó del lado de mi noble dueño, quien a poco murió pobre y olvidado. Yo fui arrinconada y luego destruida.

Soy la Imprenta, mi noble dueño fue Johannes Gutemberg, cuyos restos, así como mis cenizas, descansan en algún lugar desconocido. Soy la madre de las máquinas impresoras de ahora, que hacen en un momento lo que yo tardaba años en realizar. El nombre de mi dueño: Gutemberg, así como el mío renacen de las cenizas, como el Ave Fénix, cada vez que en un lugar del mundo sale a la luz un impreso.

Salvador Herrera García
No. 64, Abril – Mayo 1974
Tomo X – Año XI
Pág. 511

Zapatillas eróticas

La condesa Spalantani acostumbra acariciar amorosamente a sus perritos con la fina zapatilla de su pie derecho, que mueve rítmicamente debajo de una mesita circular, cuando se reúne con sus amigas para jugar al “bridge”. Al sentir la zapatilla humedecida, grita:

—¡Heeenry!

Acude el mayordomo, ataviado como un almirante, y con patética seriedad, rodilla en tierra, procede a quitar la zapatilla “usada” y a colocar otra igual en el piececito de su ama. La condesa tiene tantas zapatillas como perritos, aquellos de raso de Arabia, y éstos de la raza pekinés.

Alfredo Cardona Peña
No. 64, Abril – Mayo 1974
Tomo X – Año XI
Pág. 503