Alguna vez, extenuado y perdido, tuvo que arrastrarse sobre un desierto quemante; otra, sentía la más lacerante impotencia para luchar contra un mar embravecido, o se asfixiaba precipitado al vacío de una noche densa en la que no terminaba de caer. Una tarde se vio a sí mismo caminando en busca del crepúsculo, hasta llegar a un lago tranquilo en cuya orilla se mecía una barca a la cual, por invitación de un remero traslúcido que lo llamó por su nombre, subió para ser conducido a una región de infinita serenidad…
Roberto Bañuelas
No. 46, Noviembre 1970
Tomo VIII – Año VII
Pág. 65