El polvo de la callejuela se le subía a la nariz, haciéndole cosquillas; seguía corriendo, apretando el bulto.
Dio vuelta en la esquina. Sus zapatos chocaron con el empedrado de bajadita, casi resbalando por el impulso que llevaba.
Ya veía el kiosko, y más allá, la iglesia.
Aligeró el paso, miró a un lado y al otro de la plaza.
Comprobando no hubiera nadie que la reconociera en su actividad nocturna.
Vino a su mente el recuerdo de los ojos del padre Ramiro, clavados sobre ella durante la misa se seis…
Era joven… pero no tonto; la había estado observando todo el sermón.
El corazón de dieciséis años de Margarita se aceleró, al encontrar el portón de la sacristía abierto para ella.
La sangre se le bajó a los tobillos…
Ahí estaba él, aguardándola con una sonrisa sospechosa.
Detrás del padre estaba el San Antonio; quien consigue novios a jovencitas y solteronas.
—Él y yo te estábamos esperando…- dijo el sacerdote refiriéndose al santo de brazos vacíos, extendiendo la mano hacia ella.
Margarita, temblorosa, le entregó el bultito que cargaba contra su pecho.
Envuelto en una sábana blanca, estaba el niño Dios que le había robado a San Antonio la noche anterior.
Cecilia Magaña Chávez
No. 142, Enero-Marzo- 1999
Tomo XXX – Año XXXV
Pág. 74