La mujer loba necesitaba sentirse bella y deseada. Y sus intentos pasaron, de amores tibios y mediocres, a una búsqueda que a ella misma le avergonzaba, pero su aullido infaliblemente la llevaba a calmar el hambre.
Con toda frialdad ingreso —como enfermera— a un hospital de desahuciados. Iba eligiendo de entre los hombres más próximos a la muerte a quienes se aferraban a la vida con más ahínco y respondían a insinuaciones eróticas, que la loba fomentaba a diario e iba acrecentando conforme se acercaba el final. En el momento certero, encontraba la manera de trasladar el enfermo en turno a un cuarto aparte y junto con la Muerte, la loba seducía a aquel hombre para hacer el amor con la fuerza y desesperación de una última vez. Desnudaba su belleza para sentir en la piel esas manos enloquecidas, palabras teñidas de violencia y llevadas a-una-suavidad-de-aliento.
La Muerte había venido soslayando estos morbosos encuentros y participaba provocando estertores; espasmos. La enfermera cerraba los ojos y atizaba la desesperanza, degustando la añorada soberbia, en frases enrarecidas de sus amantes: “…la única, la más bella, la vida, madre, niña, puta, santa, demonio, gatita, angelical…” hasta el grito, cuando encaja la Muerte sus dientes justo en el cuello de los hombres vencidos: Ambas, loba y Parca, caen en un lúgubre y místico orgasmo.
María Luisa Burillo
No. 134, Enero-Marzo 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 28