Pechitos Lilly

Lilly Souflé se mira los senos.

Se para de puntitas, inclina el rostro hacia adelante, las nalgas hacia atrás y admira el balanceo desde arriba: cúpulas voluminosas y tersas, pezones besitos de chocolate.

De frente, en el espejo, hay un suave bamboleo: montes henchidos, peritas en dulce.

Luego se observa de perfil. Dos caídas de miel le desbordan los hombros y estallan sobre sus costillas: enormes burbujas ámbar.

Orgullosa, orgullosísima, Lilly da unos saltitos y las redondeces se agitan. No resiste la tentación; palpa con sus dedos la rotunda evidencia del peso, la consistencia y el calor mullido, la firmeza altiva de esa carne plena y sugerente.

Lilly se tiende por fin en la cama y su amante la recibe fascinado, la estrecha ardorosamente y luego, con la humedad de sus labios, rinde sin saberlo un efusivo y prolongado homenaje a los gigantescos adelantos de la química, al impresionante desarrollo de los silicatos, a la bendita patente de la bolsa “Silastic” (MR), y a la prodigiosa habilidad del cirujano Martínez Aldana.

Agustín Tapia
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 197

Con mamá

Extiendes el brazo izquierdo y veo el cauce, el río de fuego que te corre por las venas, la profunda grieta que te parte en dos la carne. Esa rotura te arde en la piel y en el pecho. Cuando tus ojos sin pestañas la recorren, la mirada se te va haciendo triste y tu rostro se aflige, iluminado por la luz blanca del consultorio. El brillo esterilizado de la hipodérmica resplandece un instante en el aire: luego se clava. Los dedos de tu mano apenas se contraen, estas acostumbrada. Veo gotitas de tu sangre manchando el algodón y siento cangrejos negros y silenciosos atenazándome el estómago, los riñones. Sentarse a esperar que los dos frascos de suero se terminen (primero el rojo, después el cristalino). Con paciencia, la aplicación debe ser lenta porque los mareos, el vómito, el cuerpo que se sacude. La enfermera se marcha y entonces viene un tiempo que se cuenta en mililitros, que avanza convertido en burbujas de aire y en donde vamos quedando tú, los frascos vacíos, yo, los silenciosos cangrejos negros.

—Me destrozaron las venas —dices—. Mira mis brazos.

No sé qué contestar. Balbuceo tonterías. Te digo que está todo bien, mamá, que la medicina está avanzada, que la quimioterapia ha salvado a muchos, que lo importante es que sigas con nosotros.

Suspiras muy hondo, empiezas a sonreír con un gesto de resignación. Pero tu sonrisa no me engaña, porque no hay más que mirar tu cara sin cejas, tus ojos acuosos de pez moribundo, para saber que vas a llorar como aquella noche en la que, mientras te bañabas, el pelo se te fue convirtiendo en una masa viscosa que se embarraba entre los dedos, en grumos que caían pesadamente sobre las baldosas, calientes como el agua que golpeaba tu espalda, como las lágrimas que te escurrían, mientras te encogías y tu cuerpo se hacía más y más pequeñito, mientras tus gritos se hacían más y más fuertes.

Agustín Tapia
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 179