Un cuento

Embotado miró desde una banca de piedra en un parque. Frente a mí hay un carrito de raspados con botellas multicolores y una gran barra de hielo opaco. A mi izquierda sentado sobre un pedestal, concentrado, como si pescara una idea, ataviado con ropa de su época y su categoría, empuñada en la diestra una pluma, se encuentra Cervantes Saavedra, monumento inmóvil. El dueño del carrito, el raspadero, hombrecillo macizo, moreno, comenta: “”Está dura la calor”. Es mediodía. Un árbol nos protege con su sombra. A mi derecha una pequeña fuente lanza incansable su chorro de agua, que rebota en un punto del aire imposibilitado de alcanzar el cielo. Quiero escribir algo en donde aparezca el vendedor de raspados de hielo. Mi mente está torpe, no hallo argumento. Me esfuerzo y nada. Es como una posición complicada en una partida de ajedrez: el novato ve muchas piezas y desconcertado no sabe cuál elegir; el maestro detecta con agudeza los puntos clave de la posición y encuentra la combinación escondida allí donde el inexperto sólo ve confusión. Soy el novato tratando de encontrar un hilo para unir esto en un relato. En eso el vendedor camina directo hacia un vaso desechable que está acostado bajo la banca de enfrente. Lo levanta vaciando los residuos de agua que conservaba. Busca con la mirada. Halla otro sobre el pasto., junto a los arbustos. Lo recoge. Hace un recorrido por el pequeño parque. Finalmente ha rescatado ocho vasos. Se acerca a la fuente y los enjuaga uno por uno. Los coloca volteados de cabeza sobre una de sus botellas, la de color violeta o sabor uva. Se va empujando su carrito, sólo deja un charco de agua. Una hoja seca cae crujiente sobre mi hombro y me devuelve a la realidad. “Esta dura la calor ¿verdad?”. Ni Cervantes, ni la fuente, ni el carrito, ni el Raspadero, se han movido. Sobre la botella violeta ocho vasos gotean un cuento.

Arsenio Ernesto
No. 105-106, Enero-Junio 1988
Tomo XVII – Año XXIII
Pág. 155