Terminó por fin de construir el maravilloso invento: La máquina del tiempo tan largamente soñada en la imaginación de todos los tiempos, se alzaba ante él como una bella realidad. Tenía la forma de un cubo de buen tamaño, de reluciente metal pulido, en cuyo interior cabía un hombre cómodamente sentado, frente a un tablero compuesto de cuadrantes, manijas, botones, palancas y demás instrumentos propios de semejante aparato. Tras los preparativos indispensables, se dispuso a emprender el ansiado viaje. Nervioso, tomó asiento en el artefacto, hizo girar una perilla hasta que la carátula principal apareció la fecha deseada: “UN MILLON DE AÑOS A. C.”, y apretando los dientes, jaló con fuerza el bastón de mando. Un zumbido vertiginoso, luces multicolores en rapidísima sucesión, la sensación de flotar en el vacío… y de pronto, la quietud total. Temeroso, pero excitado a la vez, descendió de la máquina. Se encontró en medio de una extensa planicie, rodeado de la exuberante vegetación primigenia, bajo un calor húmedo, sofocante, y el extraño rumor de la vida oculta, a la sombra de los volcanes en plena actividad. Contemplaba fascinado el fantástico escenario, cuando un espantoso rugido lo hizo volverse bruscamente: una gigantesca criatura, erguida sobre sus dos patas traseras, cubierta de pelo y con rasgos humanoides, se le venía encima vomitando toda su furia irracional. Con un movimiento instintivo, echó mano del revólver que llevaba al cinto, y vació toda la carga sobre aquel primate primordial.
En el mismo instante, él mismo, y con él incontables milenios de evolución, y miles de años de historia y civilización, y las vidas de millones y millones de hombres y mujeres, se esfumaron, se desvanecieron, se perdieron en la nada. Porque en ese instante acababa de extinguirse irremediablemente el progenitor de toda la raza humana.
Jorge Marín P.
No. 47, Julio-Agosto 1971
Tomo VII – Año VIII
Pág. 159