La mujer se irguió, analizó su pasado y decidió que tenía el derecho de sonreír.
Ciertamente, ya había hecho tejido de punto y en grandes cantidades: bufandas, medias, guantes, gorros, cubreteteras, carpetines, carpetotas; en fin, de todo.
Pero siempre cosas útiles, y cuando la mujer lo descubrió de pronto este hecho, le pareció de sombrío significado. Meditó largo rato y decidió pasar, esa misma tarde, de la artesanía al arte puro.
Así fue como inició una “obra de punto” gigantesca, sin prever exactamente qué forma tendría, pero gigantesca, eso si, no la quería menos que eso. Una obra, una verdadera síntesis de sus dones, de su pasado, de su porvenir, y en ese fervor, esa tarde y todas las tardes, puso todo su dolor y toda su alegría, toda su destreza y todo su sentido de lo abigarrado, todo su instinto de la voluta, del triple punto a la derecha y doble punto a la izquierda, todo su genio del equilibrio, del ritmo, del crescendo de las frases.
La obra tomó primero la forma de un dedo de guante. Luego la de una media, después de una falda, de una cota de malla, de un piano de cola, luego de una nube ya irreal; de punto en punto, de línea en línea, de vuelta en vuelta, la obra ya no fue más que un enorme capullo muy difícil de mover o de levantar y la mujer seguía tejiendo, ahora en estado de trance, casi siempre inspirada, entusiasmada, de día como de noche, sumergida a medias en la lana, pero alegre, ansiosa.
Una tarde más de creación, tres horas más de inspiración; la mujer estaba ya separada del mundo por una tempestad de lana; la obra espumaba, se arremolinaba, y a la tejedora le faltaba ya el aliento, la vida, pero no cejaba en su empresa, el ritmo n la abandonaba, y el capullo se volvió una ola, una marejada, chocó por fin contra las cuatro paredes del salón, cuya forma adoptó, tocó el cielorraso y la mujer poco a poco desapareció, ahogada, pero feliz, quebrando las agujas bajo sus brazos.
Jacques Sternberg
No. 83, Septiembre-Octubre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 329
y además en:
No. 85, Enero-Febrero 1981
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 560