El nunca correspondido amor de los fuertes por los débiles

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Hasta el fin de sus días Perseo vivió en la creencia de que era un héroe porque había matado a la Gorgona, a aquella mujer terrible cuya mirada, si se cruzaba con un mortal, convertía a éste en una estatua de piedra. Pobre tonto. Lo que ocurrió fue que Medusa, en cuanto lo vio de lejos, se enamoró de él. Nunca le había sucedido antes. Todos los que atraídos por su belleza, se habían acercado y la habían mirado en los ojos quedaron petrificados. Pero ahora Medusa, enamorada a su vez, decidió salvar a Perseo de la petrificación. Lo quería vivo, ardiente y frágil, aún al precio de no poder mirarlo. Bajó, pues, los párpados. Funesto error el de esta Gorgona de ojos cerrados: Perseo se aproximará y le cortará la cabeza.

Marco Denevi
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 303

Las ciudades y el deseo

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Al cabo de tres jornadas, andando hacia el mediodía, el hombre se encuentra en Anastacia, ciudad bañada por canales concéntricos y sobrevolada de barriletes. Debería ahora enumerar las mercancías que se compran a buen precio: ágata, ónix, crisopacio y otras variedades de clacedonia; alabar la carne del faisán dorado que se cocina sobre la llama de leña de cerezo estacionada y se espolvorea con mucho orégano; hablar de las mujeres que he visto bañarse en el estanque de un jardín y que a veces —así cuentan— invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en el agua. Pero con estas noticias no te diré la verdadera esencia de la ciudad; porque mientras la descripción de Anastacia no hace sino despertar los deseos uno por uno para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en medio de Anastacia los deseos se le despiertan todos juntos y lo circundan. La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella goza de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y contentarte. Tal poder, que a veces dicen maligno a veces benigno, tiene Anastacia, ciudad engañadora: si durante ocho horas al día trabajas como tallador de ágatas ónices crisopacios, tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma, y crees que gozas por toda Anastacia cuando sólo eres su esclavo.

Italo Calvino
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 300

Las ciudades y la memoria

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Inútilmente, magnánimo Kublai, intentaré describirte la ciudad de Zaira de los altos bastiones. Podría decirte de cuántos peldaños son sus calles en escalera, de qué tipo los arcos de sus soportales, qué chapas de zinc cubren los techos; pero sé ya que sería como no decirte nada. No está hecha de esto la ciudad, sino de relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado: la distancia al suelo de un farol y los pies colgantes de un usurpador ahorcado; el hilo tendido desde el farol hasta la barandilla de enfrente y las guirnaldas que empavesan el recorrido del cortejo nupcial de la reina; la altura de aquella barandilla y el salto del adúltero que se descuelga de ella al alba; la inclinación de una canaleta y el gato que la recorre majestuosamente para colarse por la misma ventana; la línea de tiro de la cañonera que aparece de improviso desde detrás del cabo y la bomba que destruye la canaleta; los rasgones de las redes de pescar y los tres viejos que sentados en el muelle para remendar las redes se cuentan por centésima vez la historia de la cañonera del usurpador de quien se dice que era un hijo adulterino de la reina, abandonado en pañales allí en el muelle.

En esta ola de recuerdos que refluye la ciudad se embebe como una esponja y se dilata. Una descripción de Zaira como es hoy debería contener todo el pasado de Zaira. Pero la ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, surcando a su vez cada segmento por raspaduras, muescas, incisiones, cañonazos.

Italo Calvino
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 285

La contemporaneidad y la posteridad

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En un hotel de mala muerte, calle Campagne Premiere, año 1872, un académico espía por el ojo de la cerradura el cuarto contiguo al suyo. Ve, escandalizado, que un hombre y un jovencito están haciendo el amor. Llama a la policía y los gendarmes se llevan presos a los dos viciosos. Entonces el académico vuelve a su habitación y, más tranquilo, prosigue escribiendo una tesis académica, erudita y laudatoria, sobre la poesía de Paul Verlaine y de Arthur Rimbaud. Mientras tanto, en la comisaría, los dos viciosos, interrogados, dicen llamarse Paul Verlaine y Arthur Rimbaud, respectivamente, y ser de profesión poetas. En el bolsillo del hombre es encontrado un poema que se titula Vers pour étre calomnié.

Marco Denevi
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 273

El ojo de Napoleón

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Cuando Napoleón el tuerto murió, nadie pensó en volver a colocarle el ojo de cristal, y éste quedó sobre la mesita de noche, en un vaso, sumergido en un poco de agua.

Napoleón fue llevado al cementerio y enterrado en la tumba de la familia.

Esa misma noche, el ojo de Napoleón, desde la mesita al lado de la cama, desde su vaso y su agua, vio el lecho conyugal profanado por caballero Stanislas, su amigo de toda la vida y socio en los negocios; y reconoció en el rostro de su viuda aquella expresión entre el éxtasis y la agonía a la que sólo él había creído tener derecho.

Entonces el ojo de Napoleón, reuniendo las pocas fuerzas de que puede disponer un ojo de cristal, saltó fuera del vaso, rebotó sobre la mesita de noche, atravesó la habitación como un cohete y, chocando con su dureza contra la dureza mayor de la pared, se deshizo y cayó al suelo en lluvia cristalina.

Alberto Savinio
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 279

El destinado

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Está en su cuarto vistiéndose, con los minutos contados, para su entierro.

Entre pantalón y zapatos, corbata y chaleco, le tientan y le sientan pensamientos generales, con una exigencia mayor que la otra prisa. Pero ha visto en una puerta un clavo a medio salir, derecho, brillante, justo, perfecto, atractivo de clavar, innecesario de clavar. Y tiene a mano la percha de su americana, martillo de madera tan a propósito para clavar el clavo tentador. Deja el entierro, demora los pensamientos generales, coge la percha y se pone a clavar con esmero lento el clavo.

Juan Ramón Jiménez
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 269

Con nocturnidad

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El gran escritor tenía el reconocimiento de todos los críticos nacionales y extranjeros, pero vivía atribulado porque había uno que se especializaba en analizar severamente cada nuevo libro suyo, detectando todos los defectos y los secretos de elaboración como si hubiera tenido acceso a sus originales y borradores. Y por mucho que el gran escritor investigó tratando de desenmascarar a aquel enemigo, nada logró, salvo amargarse la vida. Murió sin aclarar el misterio. Y su implacable crítico moría al mismo día, a la misma hora, en el mismo cuerpo del escritor, que padecía de sonambulismo y que en las noches se levantaba dormido y se sentaba a escribir aquellas minuciosas y crueles críticas.

José de la Colina
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 265

Carta a…

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Era fascinante verte confundir lo lúdico y tus porquerías, decirle chunche al reloj y hablar largas distancias sólo porque tienes sed. “Hay que ser positivistas” decías creyendo conjurar el mal humor. Nunca se te atoró un solo problema, eres positivista y le tienes puesto el mal de ojo al ocio; profesas alto irrespeto a los doctorados en Oxford y altos miramientos a los bachilleratos en Oaxaca y Taxco. Porque eres positivista y de izquierda, porque eres bajita y pleitera, les arrancas la voz cantante a los ejecutivos del yo, haces cabriolas de verbo hasta enmudecer con tu nudo de fragmentos y tu víscera incoherente.

Era imposible no aprender de sus fracturas en la realidad, de tu vehemencia confundida con razón, del olvido de tu cuerpo enarbolado banderas mitad filantropía, mitad tortura al malo —¿cuál mitad es cuál?—, y del cariño a solas con mis muchos huesos y tu poca piel.

Te he amado. Te amo aún, pero ha terminado. Tal vez en algún rincón de tus deshilvanes exista esa ira que no encuentras para odiar el nombre que rondó por tu recámara.

Julio Hubard
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 261

Impaciencia del corazón

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Judas no ama menos a Jesús que los otros discípulos. Si aparentemente traiciona al Maestro, es para poner en evidencia la divinidad de Cristo. Cristo será considerado a muerte, pero no morirá porque es Dios y entonces las multitudes ya no dudarán más. Así razona Judas. Pero cuando Jesús muere en la cruz, Judas cree haberse equivocado y en su amarga desesperación se suicida. Esa es la única mácula del amor de Judas: no haber sabido esperar hasta el tercer día.

Marco Denevi
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 247

Salud mental

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Creía tener encerrado a un genio en una botella. Así que lo internaron en el sanatorio antialcohólico. Pero como persistía en imaginarlo a pesar de haber desaparecido su afición por la botella, lo recluyeron en un manicomio. Y por fin lo curaron. Desde entonces, se las ingenia para verse encerrado en embotellamientos de tránsito.

Carlos Isla
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 243

Retorno

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Después de tantos años de aventuras, Ulises retorna a Itaca, avanza hacia su casa en la noche, se asoma por una ventana al interior y ve a Penélope que, sentada de espaldas a él, teje su lápiz con figuras.
Y después de considerar en silencio la hermosa, tranquila escena de felicidad hogareña que la mujer ha representado en la tela, Ulises, de puntillas, desanda el camino, vuelve a la playa y a la nave, se embarca y se pierde en el oscuro mar rumoroso.

¡Ah, ese Ulises en pantuflas y contento, ese Ulises ya un poco calvo y gordo, que estaba tejiendo la astuta Penélope!

José de la Colina
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 241

La gatita

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Yo tenía una gatita a la que quería mucho. Pero, por una especie de pudor, sólo la acariciaba a escondidas. Un hombre no debe exhibir esta clase de sentimientos. Sin embargo, debo decir que no era una gata vulgar. Cuando yo pasaba tiernamente la mano por sus tetillas, su ronroneo tenía algo del acezar de las mujeres en el placer. Una agua negra llenaba bruscamente el cristal verde de sus pupilas y en aquel elixir más oscuro que la noche yo leía verdaderos pensamientos. Un día me pareció que su maullido lograba las modulaciones del lenguaje humano. “Insiste un poco, mi gatita”, le dije, porque le hablaba como a una niña. Acababa de ocurrírseme el absurdo de que podría hacerla hablar. Persuasivo, usé argumentos fáciles para halagar su coquetería: “¡Piensa qué éxito tendrás, pequeña mía, si llegaras a pronunciar verdaderas palabras” En fin, la urgí tanto que terminó respondiéndome con una curiosa voz de niña mimada: “Deseo hablar, pero sólo para ti… ¡Los otros no me importan!”

¡Oh, la profundidad de mi alegría ante aquel milagro que debía disimular como un secreto!

Marcel Béalu
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 237

Lingüistas

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Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria del Congreso Internacional de Lingüística y Afines, la hermosa taquígrafa recogió sus lápices y papeles y se dirigió hacia la salida abriéndose paso entre un centenar de lingüistas, filólogos, semiólogos, críticos estructuralistas y desconstruccionistas, todos los cuales siguieron su garboso desplazamiento con una admiración rayana en la glosemática.

De pronto las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica:

—¡Qué sintagma!

—¡Qué polisemia!

—¡Qué significante!

—¡Qué diacronía!

—¡Qué exemplar ceterorum!

—¡Qué Zungenspitze!

—¡Qué morfema!

La hermosa taquigrafía desfiló impertérrita y adusta entre aquella selva de fonemas.

Sólo se la vio sonreír, halagada y tal vez vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes de abrirle la puerta, murmuró casi en su oído: “Cosita linda”.

Mario Benedetti
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 235

Cocodrilo instructor

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De joven tuve un cinturón de piel de cocodrilo con el que algunas veces, con dolor, tuve que pegarle a mi hijo el grande para aplicarle un correctivo.

No fue inútil: mi hijo el grande es ahora un hombre de provecho, un constructor, dueño, entre otras cosas, del 60 por ciento, pero aún confío en él, de toda esta magnífica zona hotelera que le ganamos al pantano.

En ocasiones como ésta en que la belleza del paisaje me pone romántico, no puedo menos que agradecerle al cocodrilo su piel que, como quiera que sea, me ayudó en la formación de mi progenie.

Alejandro Aura
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 231

Candidez

Laurita afirma tener 45 años, pero en realidad tiene 51. Parece de 60. Viste como de 18, provocativamente. Su ánimo es de 15. Divorciada cuatro veces. Maquillaje excesivo, incluye pestañas postizas. Moviéndose con afectación pasea por el centro comercial, cuando descubre una presa: un hombre joven que lleva a una niñita de la mano.

—¡Que niña tan bonita! —dice, aleteando las pestañas al papá.

—Gracias, señora —responde el joven.

—No soy casada —aclara rápidamente Laurita, con la mejor de sus sonrisas.

—¡Ah!, perdone.

—No hay cuidado —contesta de manera seductora. —¿Cómo te llamas mi amor? —pregunta a la niña.

—Vicky—, le responde.

—Y, ¿cuántos años tienes, Vickyta?

—Cuatro —dice, mostrando los dedos.

—¿Cuatro?, ¿qué linda!

Vicky jala de la manga a su papá y dice: —Papi… quiero hacer pipí.

—¡Ay, sí, mija!, discúlpame—dice a Laurita —tengo que llevarla al baño, no sea que se haga aquí. Vicky —le ordena educado— dile adiós a la señ… este… a la… anda nena, dile adiós.

—Adiós, viejita.

—¡Niña! —el papá turbado, añade precipitadamente— es que se parece usted a si bisa… bisa…

Laurita sonríe forzadamente y da media vuelta. Cuerpo echado hacia adelante. Pestañas caídas. Aspecto de 70 años. Se siente de 95.

Luz María Rechy
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 225

De magos

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En el circo, una madre imprudente permite que su hijo se preste a la experiencia de un mago chino. Lo mete en un cofre: está vacío. Vuelven a cerrar el cofre. Vuelven a abrirlo: el niño aparece y vuelve a su lugar. Pero ya no es el mismo niño. Nadie se lo imagina.

Jean Cocteau
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 223

Operación dragón

Bruce Lee le haría el momento menos odioso, menos violento. Había acudido puntualmente a la cita y cuando ella llegó, tenía los boletos en la mano. Los entregó amablemente al portero y condujo del brazo a su novia. Las luces de la sala ya se habían apagado, así que Ramón entrecerró los ojos para ver mejor. Subieron las escaleras hasta encontrarse junto a la cabina del proyector. Como era la primera función se hallaron solos en esa parte del cine que habitualmente es la más concurrida por parejitas. Bruce Lee enfrentaba a un karateca gigante que no necesitaba hacer mucho esfuerzo para repeler sus ataques. Ramón se mordía las uñas nerviosamente, no porque fuera su primera cita con Aída, sino porque no sabía cómo empezar el ataque. Primero colocó su mano en el descansabrazo para acercarla a su rodilla lentamente. Volteó a verla y notó que permanecía imperturbable, con la vista en la pantalla. Aproximó su cara hasta estar seguro de que ella sentía su respiración en el cuello. El luchador de la pantalla se encontraba en la disyuntiva de pelear primero con un cinta negra o salvar a su novia de las manos del malvado Landorff. Estudió su perfil y recordó su traición. Ramón se preguntó si también habría de luchar con Aída, pero ella le desabrochó dócilmente el cinturón negro y se inclinó hacia él, Ramón le acarició la cabeza con la mano izquierda y aprovechó que estaba casi recostada sobre sus piernas para clavarle el puñal en el costado. El grito coincidió con el momento en que Bruce Lee arrojaba al contrahecho villano por la ventana; nadie notó nada. Cuando salió del cine observó que no tenía una sola mancha de sangre y bendijo su buena suerte.

Miguel Ángel Godínez
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 221

Ignacio F. Padilla Suárez

Ignacio Fernando Padilla Suárez

Ignacio Fernando Padilla Suárez

 

Nació en la Ciudad de México en 1968. Licenciado en Comunicación por la Universidad Iberoamericana, doctor en Literatura Inglesa en la Universidad de Edimburgo y en Literatura Española e Hispanoamericana en Salamanca. Colaborador en medios escritos y audiovisuales.

El escritor

Perteneciente al grupo literario Crack en sus propias palabras ello significa “el rompimiento no con el boom de la literatura latinoamericana o con el Realismo Mágico, pues lo que nos gustaría es plantear una continuación con estos movimientos, sino…con lo que se ha denominado el post-boom y posteriormente se llamó bommerang, que era la vulgarización (y mala imitación) de esta literatura”.

Sus obras se componen por las novelas: Amphitryon (2000), La catedral de los ahogados, Si volviesen sus majestades y las tormentas del mar embotellado; y los cuentos: Subterráneos e Imposibilidad de los cuervos.

Ganador de los premios Alfonso Reyes 1989, Juan de la Cabada 1994 y Primavera de Novela 2000.

 El diplomático

Se desempeñó como agregado cultural en la embajada de México en la Gran Bretaña (2001-2003)[1].