Papalotes

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Desayunamos en el jardín como todos los domingos; Mamá, Papi, Martín y yo. La mañana está fresca, hacemos planes, reímos. A Martín se le ocurre que saquemos los papalotes japoneses: son unos pájaros amarillos, cuerpo de plástico, alas de celofán con plumas dibujadas. Se ven como un juguete más; pero la fascinación comienza al girar el mecanismo de la cola cuarenta veces para luego soltarnos a volar.

Subimos a la terraza del segundo piso. Desde ahí los aventamos. El mío gira como una golondrina, el de Martín lo sigue en pareja. Parece que van a chocar con la jacaranda. Gritamos, salvan el obstáculo hasta que aterrizan en el pasto. Ahora, me toca ir por ellos, subirlos a la terraza. La siguiente, le toca a Martín. Ya me cansé, es la quinta vez que bajo. “Que vueles para siempre”, digo al soltarlo. El pájaro de Martín flota en la alberca; yo espero que el mío aterrice. Creo que lo va a lograr pero no, ¡se levanta de nuevo! “Mami, Papá, miren cómo le dura la cuerda”, grito. Doy vueltas, mi falda vuela con el viento. Mi pájaro no cae. Todos esperamos… Sigue, sigue, no se detiene. Del azoro pasamos al cansancio. Es hora del almuerzo.

La casa ya se acostumbró al eterno vuelo. Yo no soporto más el ruido de aleteo. No puedo dormir, me despierta al pasar por mi ventana. Lloro, me angustio, dejo de comer; sólo me preocupa el detenerlo. Mi pájaro vuela sin parar. Le grito desde el balcón de mi cuarto. No me entiende. Pasa cerca de mí, trato de agarrarlo. Quiere escapar; pero mis manos lo atrapan. Se defiende con fuerza, me jala… Pasamos junto a la jacaranda, giramos; ahora nos acercamos al pasto con mucha rapidez. Mi pájaro ya no aletea. Mi último recuerdo es el extraño sabor del pasto y la sangre.

Cristina Alcayaga
No. 81, Mayo – Junio 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 39