Retozan en bares y la noche les diseña el sino. En la sombra, una avalancha de ojos prendidos acechan a la presa. No hay dolor que apague la luz salvaje que los guía y es frente a una boca donde encuentran los presagios de un tormento.
Los gatos de ciudad guardan las uñas entre humo de cigarros y dan caricias ocultas en alcoholes. Su presencia en la barra es igual que la de otros; la diferencia está escondida entre su carne.
Es entonces cuando se sienten deseos de rescatar su estirpe, envolverse en humedades y aguardar la hora de ser víctima por convicción felina.
Auténtico refugio la soledad de un gato; tomarlo en brazos es una manera de morir y de matarlo. Entre sus piernas no caben las razones; posee la habilidad de siempre caer sin lastimarse y dejar su olor entre las sábanas por si el olvido.
Lo que el gato no sospecha es que al final de su cacería, huna hembra de movimientos sensuales abrirá el abismo que le perderá para siempre en la rutina. Será golpeado por placer, por naturaleza. Sin embargo, desollado caminará por las calles, buscará otro bar donde incendiar su derrota y su rito gatuno tendrá la melodía perfecta para atrapar la ausencia. Su lengua, ávida, se deslizará por encima de una copa, cuidando de no delatar la desolación casi traslúcida de su piel y sus heridas.
Va de nuevo, acompañado, sabiendo que al amanecer su transformación será un acto inevitable. Quizá definitivo.
Y, un día, por vez primera, abandonará el disfraz sobre el tejado, la hembra adormecida, el fuego de sus ojos para callar el instinto que le envejece cuando la noche es el pretexto en su vacío.
Mirando a un gato la nostalgia crece.
Reyna Echeverría
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 40