El destino siempre le había deparado extrañas jugarretas. Los hados de confabulaban para tejer en derredor de ella, invisibles redes que ingeniosa y pícaramente, extendían con sabiduría ancestral en su difícil camino.
Cansada de culpar a diestra y siniestra: a las circunstancias que no le eran favorables; al nefasto medio ambiente; a las odiosas gentes que no la comprendían; a la fea casa en que vivía, en fin, enfadada hasta del inútil marido y de los hijos que tenía, decidió dormirse durante cinco años, para no despertar hasta que todo hubiera cambiado. Decidido esto, se fue a su habitación; la cerró con doble llave y se engalanó con su más hermoso camisón; rezó piadosamente sus oraciones de la noche, hasta quedarse profundamente dormida…
Transcurrieron cinco largos años, después de los cuales, llena de modorra, fue despertando poco a poco. Cuando pudo abrir los ojos, recordó la finalidad de tan prolongado sueño y embargada por la emoción, se levantó llena de ansiedad para verificar todos los cambios que deberían haber pasado. Pero cuál no sería su desilusión, al constatar que absolutamente todo seguía igual que antes.
Con los ojos convertidos en un mar de lágrimas, resignada y triste, se regresó a su recámara para arreglarse un poco. Cuando estuvo frente al espejo y se miró en él, se dio cuenta con sorpresa que no todo seguía igual; “algo” había cambiado: ahora era cinco años más vieja…
Juan José Ramyol
No. 51, Enero – Febrero 1972
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 661