Náufrago en una isla desierta, cercado por la desesperación como por un mar de aguas trastornadas, el hombre tomó el enjoyado caracol de sobre la arena. En su primer crepúsculo de abandono, se lo llevó a la oreja y escuchó: sirenas de barcos que podrían salvarlo, chillidos de gaviotas, la canción de una dulce ballena, el eco de sus gritos de ese día, angustia de náufragos en islotes semejantes al suyo, rumor de orquesta en cruceros transoceánicos, el sonido de un delfín llamando a su cría, blasfemias de marinos borrachos, loros repitiendo versículos de la Biblia, canciones de mar en español antiguo, choque de escudos normandos, comerciantes fenicios recitando a gritos el alfabeto a los peces, pruebas nucleares en atolones de coral, guerras de barcos chinos fabricados con papel, el silbato del capitán Graff von Spee, el romance enigmático que hechizara al conde Arnaldos, y el canto de las sirenas que la armonía del mar modulaba, dejándolo en una escala más soportable. Extenuado, bajó el hermoso aparato y lo tendió sobre la arena. Sólo en el espacio numeroso y el trafago de los siglos, consumido en el centro de los sucesos fáusticos, el hombre se preparó a morir. Rechazaba el rescate, después de haber rescatado él mismo al mar en la urna fatigada del caracol.
Alfredo García Valdez
No. 105-106, Enero-Junio 1988
Tomo XVII – Año XXIII
Pág. 136