En la intimidad de su cuarto, donde la vergüenza era menos y solitaria, la pequeña y fea Clodomira comenzó a desabrocharse la blusa hasta descubrir totalmente la diminuta llanura de piel blanca de seis años donde dos puntitos más obscuros y borrosos planeaban su adolescencia lejana.
La niña estiró la piel hacia el pezoncito izquierdo y de un mordisco feroz y forzado amputó el futuro promisorio de sus senos.
Masticó suavemente mientras la sangre le resbalaba por el rostro y por el pecho, hasta saborear la totalidad de su repentino deseo sexual demasiado anticipado.
La sangre que le iba cayendo entre la piel y la ropa y luego se hundía goteando en un pozo sin fondo estremeciéndola toda, le llamó la atención; y Clodomira —aún insatisfecha su curiosidad genética— empezó a escarbar entre los pliegues de la pollera y de la enagua hasta alcanzar la piel húmeda con sus deditos sucios, y bajó hacia la intersección de los muslos donde encontró un huequito pequeño, liso como la boca de un bebé, y palpó, palpó en vano buscando un vello que aún no había brotado, y entonces con rabia hundió las uñas es esos labios de seda virgen, inocentes e inexplorados, y lloró. Lloró con toda su alma como si tuviera cien años, desconsoladoramente frustrada.
De repente, sintió un chistido y alzó la vista ahogada en lágrimas saladas, y ahí, en el espejo, lo vio al ogro desdentado y bruto que se superponía con su propia imagen y la llamaba babeando.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó el ser diminuto y deforme de un solo ojo.
—Alicia —mintió Clodomira.
Y así entró al País de las Maravillas
José Marcelo del Castillo
No. 89, Enero-Febrero 1984
Tomo XIV – Año XIV
Pág. 132