La pesadilla

El horrible hombre arrastrando su pata seca, blandiendo el hacha entre sus peludas manos, empezaba la continua persecución a la niña por los pasadizos y corredores de la enorme casa. Cuando perdida la esperanza de escapar, la niña, viéndolo acechante correr hacia ella y levantar el hacha, no soportaba más, gritaba, entonces despertaba. Y así las sucesivas noches… Hasta la noche en que la niña no quiso gritar para no despertar más a sus padres quienes acudían entre somnolientos y aburridos a socorrerla de los gritos de pesadilla. Al otro día, en la mañana, su madre al abrir la puerta del cuarto, antes de dar un sonoro grito de desmayo, alcanzó a ver una figura algo humana de un cuerpo tendido en la cama con más de media hacha metida en el pecho aún sangrante. El padre corrió y encontró en un rincón del cuarto a la niña sollozando babeante entre sus mocos.

José Marcelo del Castillo
No. 94, Septiembre-Octubre 1985
Tomo XIV – Año XXI
Pág. 807

El disparo

Esa mañana se colocó, como era su costumbre, frente a la imagen que le devolvía siempre el pulido y amplio espejo del armario. Hizo su rutinario ademán de “quieto o disparo”, desenfundando el revolver 38 Smith Wesson, de dotación oficial, pero la duplicada figura, en el fondo del cristal de roca, se movió con más rapidez y le encajó limpiamente, entre ceja y ceja, el disparo que el uniformado siempre quiso hacer.

José Marcelo del Castillo
No. 100, Septiembre-Diciembre 1986
Tomo XV – Año XXII
Pág. 695

La pesadilla


El horrible hombre arrastrando su pata seca, blandiendo el hacha entre sus peludas manos, empezaba la continua persecución a la niña por los pasadizos y corredores de la enorme casa. Cuando perdida la esperanza de escapar, la niña, viéndolo acechante correr hacia ella y levantar el hacha, no soportaba más, gritaba, entonces despertaba. Y así las sucesivas noches… Hasta la noche en que la niña no quiso gritar para no despertar más a sus padres quienes acudían entre somnolientos y aburridos a socorrerla de los gritos de pesadilla. Al otro día, en la mañana, su madre al abrir la puerta del cuarto, antes de dar un sonoro grito de desmayo, alcanzó a ver una figura algo humana de un cuerpo tendido en la cama con más de media hacha metida en el pecho aún sangrante. El padre corrió y encontró en un rincón del cuarto a la niña sollozando babeante entre sus mocos.

José del Castillo
No. 89, Enero-Febrero 1984
Tomo XIV – Año XIV
Pág. 203

José Marcelo del Castillo

José Marcelo del Castillo (Colombia) “Antes que escritor marginal como toda la literatura que se ha escrito en el mundo, soy un lector infatigable, caótico y disperso.
Leo hasta los papeles caídos en las calles, de los cuales considero un potencial detritus universal con el que escribiré un libro invencionario de ficciones recicladas de esa misma realidad, haciendo una especie de ecología literaria: contribuyendo así disminuir una infimomillonésima parte la basura con la que estamos indiferentes ahogándonos junto con el planeta entero.

Soy un náufrago de la supervivencia audiovisual, de la que conozco en carne viva y propia las complejidades de la producción cinematográfica: los avatares del realizador que con incansable ilusión sueña viviendo, vive soñando con realizar una película denominada «Montevideo». De estas vicisitudes darían tema suficiente para otras películas donde se busca realizar una película donde se busca hacer una película ad infinitum…
De la dramaturgia audiovisual me apropie de sus técnicas de elaboración creativa para utilizarlas ahora en la escritura de mi ópera prima de novela llamada «El sueño del perro» ante la imposibilidad de una puesta en escena de un guión original donde personajes buenos quieren hacer maldades y sus tentativas generan situaciones de risa: es una comedia que contiene conexiones temáticas con el género literario de la novela negra. 
Un pensamiento como filosofía de vida:
» Quien nunca descansa, 
quien con el corazón y
la sangre piensa alcanzar lo imposible, 
ese triunfa» 
Goethe.”[1]

A través de Clodomira

En la intimidad de su cuarto, donde la vergüenza era menos y solitaria, la pequeña y fea Clodomira comenzó a desabrocharse la blusa hasta descubrir totalmente la diminuta llanura de piel blanca de seis años donde dos puntitos más obscuros y borrosos planeaban su adolescencia lejana.

La niña estiró la piel hacia el pezoncito izquierdo y de un mordisco feroz y forzado amputó el futuro promisorio de sus senos.

Masticó suavemente mientras la sangre le resbalaba por el rostro y por el pecho, hasta saborear la totalidad de su repentino deseo sexual demasiado anticipado.

La sangre que le iba cayendo entre la piel y la ropa y luego se hundía goteando en un pozo sin fondo estremeciéndola toda, le llamó la atención; y Clodomira —aún insatisfecha su curiosidad genética— empezó a escarbar entre los pliegues de la pollera y de la enagua hasta alcanzar la piel húmeda con sus deditos sucios, y bajó hacia la intersección de los muslos donde encontró un huequito pequeño, liso como la boca de un bebé, y palpó, palpó en vano buscando un vello que aún no había brotado, y entonces con rabia hundió las uñas es esos labios de seda virgen, inocentes e inexplorados, y lloró. Lloró con toda su alma como si tuviera cien años, desconsoladoramente frustrada.

De repente, sintió un chistido y alzó la vista ahogada en lágrimas saladas, y ahí, en el espejo, lo vio al ogro desdentado y bruto que se superponía con su propia imagen y la llamaba babeando.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el ser diminuto y deforme de un solo ojo.

—Alicia —mintió Clodomira.

Y así entró al País de las Maravillas

José Marcelo del Castillo
No. 89, Enero-Febrero 1984
Tomo XIV – Año XIV
Pág. 132