Noche de fin de año

Un treinta y uno de diciembre. Suena el teléfono a hora inusitada para mí: ¡las once de la mañana! Tomo impaciente el audífono. —¿Eres tú, Samuel? —Yo mismo, —contesto—. Era mi amigo de toda la vida, Fernando, a quien no veía desde quién sabe cuándo. —¿Tienes algún compromiso para esta noche? —Ninguno. —Pásala conmigo, ¿quieres? —Hombre, ¡claro que quiero! ¿Te parece bien que llegue a las diez? —¡Perfecto!

Se me alargó el día increíblemente. Un corto paseo, un rato dedicado a escribir, dos o tres llamadas, la comida, la siesta y al fin la cita con Fernando.

Un apretado y prolongado abrazo selló aquel encuentro. Después: —He preparado estos fiambres, estos vinos, para que la velada no sea menos larga. ¡Cuánto tiempo sin vernos! Siguió la conversación rápida, la expresión de pensamientos atropellada de quienes pretenden decir en unas horas lo que no pudieron comunicarse en mucho tiempo.

—¡Tenía tantos deseos de verte! Tú no sabías que había muerto Aurora. ¡Cómo he sufrido desde entonces! ¡Cómo nos quisimos! ¡Cómo nos comprendíamos! Cuando estábamos lejos el uno del otro, nos escribíamos, nos hablábamos por teléfono; siempre nos sentíamos juntos. Dos años tuve que pasar esta noche sin ella, en Europa, y a las doce en punto me dio telefónicamente el primer saludo de Año Nuevo. Ahora todo es distinto. La emoción de mi amigo iba en aumento, casi lloraba y yo, que soy alérgico a la emoción, ya estaba contagiándome.

Inventé jugar un rato dominó. Faltaba poco para la media noche y había conseguido que Fernando se interesara en el juego. Atentos estábamos a él, cuando sonaron las doce campanadas en un viejo reloj de familia. Como si un resorte lo moviera, Fernando se paró y corrió al teléfono. Lo seguí desconcertado y escuché: —Aurora, mi amor, gracias, gracias. Tambaleante volteó y al verme, cogiéndome fuertemente de las solapas, casi sacudiéndome, me gritó: ¡Ella… ella, me ha hablado, me ha felicitado de Año Nuevo! Y se desplomó en el suelo sin sentido.

Luisa Necker
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 105