El pulgar


—Esta nena goza de perfecta salud, dijo el doctor Sánchez Vicking regalando una de sus mejores sonrisas de joven pediatra. Sobre la camilla, un bebé de pocos días lloraba aún como epílogo de su primera visita al médico.

—¿Le vio la fontanela, doctor?, preguntó, algo inquieta, la abuela. A mí me dijo una amiga que su cuñada tiene un hijo medio idiota porque se le cerró la fontanela demasiado pronto y la cabeza no le pudo crecer bien.

El doctor paseaba su aristocrática mano por la coronilla de la criatura: —no señora, no se aflija que todo anda muy bien por aquí, ¡tiene usted una nieta muy sana y linda!

—¡Ay!, suspiró la mamá, tan delicada esa cabecita…

—No lo crea, replicó Sánchez Vicking profesionalmente, la naturaleza es demasiado sabia para desguarnecer algo tan fundamental como el cerebro. Si bien cartilaginosa, a esa edad la calota es muy elástica pero tremendamente resistente (y contrajo su mano acompañando la afirmación).

Lo repentino del silencio le hizo bajar la vista. Se miró la mano y la escondió rápidamente a la espalda como un chico pillado en falta.
No pudo ocultar, en cambio, el grueso borbotón de sangre que surgió del orificio dejado por su pulgar en el diminuto cráneo.

Mariano Ferrazzano
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 423

Lo supo aquel día


A Pal, por su amor a la literatura.
A Juan Rulfo, tal vez.

Aquel mismo día lo supo, aunque quiso rebelarse a su destino, ahogarse en la superficie —un poco prisión— que lo integraba. Imprecó una y otra vez porque la fatalidad ya acechaba en cualquier momento. La medialuna y él significaban la muerte, el punto donde confluirían las fuerzas reales, funestas, de la certidumbre. Supo también que iba a morir, lo sentía en el aire, en los murmullos que se agolpaban a su alrededor. Por eso se había negado a las circunstancias y todos podían irse al demonio. Que lo dejaran solo, sí, aunque a lo mejor quedaba una esperanza, un descuido por donde se pudiese escurrir al golpe fatal. “Maldita sea”. Si fuera posible el cambio, si al menos tuviera un poco de ternura para mí —piensa.

En ese momento Susana lo miró desde su tumba y Aquél continuó acechándolo, atormentándolo con los recuerdos, retrasando a veces su destino. Se incorporó altivo, pese a todo, porque su voluntad, su fuerza, golpearon su pecho. Ahora sí tenía evidencia, no tuvo, jamás, otra alternativa. Sí, lo supo desde aquel día: él, Pedro Páramo, estaba condenado a vivir —de página en página— hasta el fin del libro.

Oscar Wong
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 455

Cuando la María Lúe


Cuando la María Lúe le dijo a su marido que había parido una serpiente, que todos los nueve meses en espera del crío habían terminado en ese retorcido viscoso y veloz de color verde que a duras penas podía mantenerse entre los mimbres de la cuna, aquel, el Secundino Lúe, salió al patio de la casa, le dio filo al machete y regresó a la habitación con el rostro congestionado. Después le dijo a la María: —¿Ve lo que pasa por putear con el diablo? Y le dio un primer machetazo hondo, en la frente. En seguida abrió la cuna. Pescó hábilmente por lo que debe ser el cuello a la serpiente y se fue con ella al monte. En un huatal hermoso, con olor a humedad y calor de ayer, la dejó ir. —Dios te bendiga, pues —musitó—. Al regresar al pueblo el Secundino traía los ojos colorados, colorados.

Roque Dalton
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 453

Torturas

Dejadme en paz. Lo diré, lo confesaré todo. Lo que queráis. Habéis vencido. Pero esa derrota la vislumbré muchos años atrás. Era incapaz de soportar cualquier dolor. El dentista, la rozadura del zapato, las inyecciones, los reglazos en la punta de los dedos de aquel fraile de terrible mirada. “Fueron ésos” le dije, con un sollozo, señalando a dos de mis compañeros. Aquella noche no pude dormir y mi madre no supo porqué. Entonces intuí que jamás sería capaz de sobreponerme a la tortura. ¿Qué queréis saber de mí? Lo diré todo. Pero me habéis roto los dedos, cortado la lengua, quitado los ojos, estrujado los testículos, hinchado el vientre con cientos, miles, quizá, litros de agua… Por lo tanto no puedo hablar ni escribir. Mis palabras, resuenan con fuerza en el cuarto de baño. Mi hijo golpea insistentemente la puerta, porque aguarda su turno y yo me apresuro para no llegar tarde a la oficina.

Alfonso Ibarrola
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 451

Visión

Está en el cerro más alto del lugar. Su mirada domina el pueblo, esa aldea desde la que subió lentamente.

Desde su mirador ve el caserío, los asnos grises, las barbas de los hombres, las faldas de las mujeres, los andrajos de los chiquilines; también las armas de los soldados, los pastizales, y alguna oveja.
Escucha las charlas de los grupos en la plaza, la risa de los borrachos, el ladrido de algún perro hambriento y el quejido de un moribundo.

También percibe las nubes que se cierran.
Ve muchas cosas, muchas más que los otros que subieron con él. Con su gesto y su mirada abarca todo el valle. Pero ya queda poco tiempo, muy poco para recordar.

Es jueves.

Debe irse.

Inclina un poco más la cabeza, tratando de ver hacia abajo, sin lograrlo, lo único que no alcanza en su visión: el clavo que atraviesa sus pies.

Rodolfo Carcavallo
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 449

Las mariposas

Yo lo sabía, lo sabíamos todos, lo sabía ella. Superaban en realismo los gatos bigotones, sus trazos aparecían más perfectos que el jarrón de margaritas, sus tonos más vivos que la pagoda china; ni las caritas de niños sonrientes ni los lagos con patitos competían con mi elegante mariposa. Era el mejor trabajo de todos. Pero ella dudó de mi capacidad y estúpidamente concluyó: “Te dije claramente que no te ayudara en la tarea tu padre”. Por eso cuando ordenó diseñar para el examen las “Colias addus”, yo no reproduje la disecada mariposa, trace algunas formas geométricas, las coloree y entregué el dibujo. Y cuando ella palideció de coraje al observar los irregulares cubos, vengué la ofensa a mi talento, con todo y que después dijera biliosamente: “¡Pablo Ruiz Picasso, estás reprobado!”

Guillermo Meléndez
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 447

El último mensaje

Poco antes de morir el investigador Samuel Morse, su médico de cabecera recogió con su estetoscopio los últimos latidos del corazón del inventor del telégrafo. Eran sonidos arrítmicos y extraños.
Pasó mucho tiempo para que el médico llegara a la conclusión de que esos sonidos, codificados en clave telegráfica, contenían el último mensaje del célebre inventor que decía: “HA LLEGADO EL FINAL —PUNTO”.

Salvador Herrera García
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 443

Una cripta moderna

Era una damita de lo más granado de nuestra sociedad. En la estética femenina, en la Señorita Turismo, en los cursos de cosmetología su presencia era el imperativo categórico de toda actividad.

Pero murió muy joven y los que era sus jueces de belleza (hoy sus sepultureros), invitan a la culta sociedad a un homenaje póstumo en su cripta. Su cadáver embalsamado luce un modelo primaveral de diseño francés en uno de los aparadores de la boutique de moda “El lago de Narciso”.

Artemio González García
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 442

El método

“Te presto mi espejo, anda, mírate en él que yo por años lo he usado y prestado con éxito”.

Está conciente. Observa su imagen en el espejo para otros inveterado. Se desagrada. Aún más cuando pretende ser de natural bondadoso y ligero. Más y más cuando se esfuerza, con el ánimo al parecer bien dispuesto, y sólo se encuentra grotesca.

Se opaca la imagen. Siente invadiéndole el miedo. Quiere asirse a aquellas que supone pródigas, que necesita fuertes, más su mano que se alarga tendida flota ingrávida, aterrada en su astenia. Busca aquí y allá y nada encuentra. Al fin la eleva hacia ella con el cansancio infinito de volverla a su posición primera. La mira, la analiza… ¿qué marcas lleva?… las de incolmables abismos. Las de ausencias, las de indeseables presencias, las de los amores no dados, las de los no recibidos…

“ya, ya calma. Estas marcas son cicatrices indelebles en tu mano, la que pertenece a tu imagen, la del espejo ¿recuerdas? “Al oír esto, vuelve la mano con tal fuerza que rompe el espejo en cuarenta y tres mil fragmentos de imágenes truncas y se queda flotando en la nada.

Gloria de Hirose
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 441

¡Esto no es una alucinación, caramba!

Cuando veo a mi mujer hecha una furia —casi todos los días— me pongo a leer de inmediato las narraciones de la revista más asombrosa que he conocido: El Cuento. En esta hallo consuelo y alivio a todos los acosos de mi mujer, porque —lo tengo bien experimentado— tanto los autores como los personajes, cuyas fisonomías son variadas y disímbolas, me hacen olvidar todas mis pesadumbres, horrores y maleficios, y vivir las de ellos en forma bella y emotiva. ¡Que contradicción! ¿Verdad? ¡Que evasión tan sádica, estúpida y cobarde! ¿Verdad? Pero ni modo, lo he de repetir: aquí encuentro lo alucinante como una realidad y la realidad como una alucinación, de tal manera, que ni yo mismo sé si soy un personaje de uno de esos mundos encontrados. Que conste, ¡esto no es una alucinación, caramba!, porque hoy, precisamente hoy, por culpa de mi mujer que a cada paso me hace la vida de cubitos, me metí en los laberintos de la lectura… No es que quise ni quiera evadir los problemas sentimentales que ella me causa ni justificar mi natural cobardía, sino que lo hice por esa también natural inercia de aspirar a ese otro mundo feliz a que todos tenemos derecho cuando nos sentimos invadidos por la desventura. Pues bien, la sorpresa más grande de mi vida de lector-escritor evasivo fue que en una de las narraciones vi a mi mujer en una caverna transformándose en un ogro que vomitaba espuma verde al momento que vociferaba quién sabe qué palabras. “Dios mío —me dije— esto no es posible.” Pensé abandonar de inmediato aquellos recintos infernales, pero una fuerza desconocida me incitaba más y más a seguir viendo aquella metamorfosis. Cuando al fin supuse que todo aquello era un sueño, no le di crédito; sin embargo, la imagen de mi mujer-ogro se hacía a cada momento más real, más viva. Cuando terminé esa página creí que en la próxima el panorama iría a cambiar, pero mi sorpresa fue aún mayor: mi mujer, a quien tantas desazones le he aguantado, volvía a su estado normal. Seguí, seguí apresuradamente la última media página para ver alguna otra metamorfosis bestial, la definitiva; pero todo fue en vano. Ahora, cada vez que la veo hecha una furia, con sus ojillos maliciosos y amarillos, me pongo a pensar, lleno de rabia, en el estúpido desenlace de aquella narración que yo mismo hice y que nunca pude terminar…

Pablo Santillán Ledesma
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 438

Naufragio


Veo… veo… un… El vigía intenta decir algo, pero le embarga la emoción, justificada en ese caso porque jamás ha visto en su vida un iceberg de semejante tamaño. El choque es terrible y el trasatlántico cruje. En el gran salón de baile algunas parejas se intercambian excusas y prosiguen su danza. El capitán, informado de lo ocurrido, estalla en sollozos. ¿Por qué he de ser yo el último? —se repite constantemente—, ¿por qué? “Los hombres primero” exclama un marinero egoísta. Algunos ancianos y mujeres con niños protestan airadamente. El director de orquesta busca voluntarios para interpretar un himno religioso apropiado con las circunstancias. “Los tenores a mi derecha”, exclama nervioso. En la piscina, un señor de la clase de “lujo” intenta aprender a nadar rápidamente, ayudado por el profesor de natación, que se lamenta del escaso sueldo que percibe. Minutos más tarde la mole del trasatlántico desaparece bajo las aguas, provocando un gran remolino. Unos cuantos botes salvavidas perdidos en la oscuridad se agitan entre las olas. Algunos náufragos tratan de asirse desesperadamente, en el límite de sus fuerzas, a los botes. Pero están ya repletos. Sus ocupantes les golpean con sus remos furiosamente en los nudillos, mientras musitan entre dientes… “Completo… Le digo que está completo”. Los náufragos no pueden protestar porque cuando abren la boca tragan agua salada. Uno llegó a resistir treinta golpes de remo. Murió sin dedos.

Alfonso Ibarrola
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 433

Al mayor Lawrence Andrews, Gobernador de Regulus, único héroe eterno


¡Valiente título el que me he ganado!

Porque yo, en lo particular, ya he perdido la paciencia, y estoy francamente harto de cometas extraviados, de seres gelatinosos, de constelaciones lactosas, de estrellas múltiples y de piernas de bailarina de papel (sin mencionar ese polvillo cósmico de todos los diablos, al que soy alérgico) y lo único que ansío es regresar a la Tierra, lo que, tardando mucho, no pasaría, según el calculador, de once o doce millones de años. Entonces le voy a romper las narices al ingeniero LeRoy, así me deje cesante y tenga que retrasar mi matrimonio por falta de trabajo. Al fin y al cabo, Elizabeth ya esperó lo más.

Álvaro Menén Desleal
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 428

Nocturno

Departíamos ávidos, vivaces los tres rostros. El de mujer susurro sigiloso emitía. Hacía de las suyas en la comarca un loco. Consagrado al estupro: cuenta cinco violadas. Señas suyas de menos hecha la policía. Su sed de estupro aumenta; es versátil, incruenta. Incruenta si doncella no sucumbe a su fuerza; a inexhausta lujuria, el aporte de hormonas. Volcó entero su miedo cerval de solterona. Viajábamos a solas hacía largo rato.

Sobrevino una pausa; me hundí en el respaldar. El azar ha juntado una mujer, dos hombres. Nos cruzamos miradas lelas el hombre y yo. A sus anchas las ruedas del tren parían ahora. Quedamente hacen mutis; hace escala aquel tren. Se aleja por la noche y la niebla engullido. Lumbre fuerte de luna llena baña el andén. Ni un alma a la redonda fantasmal se recorta. La mujer me suplica la acompañe a su casa. Camino allá me dice no llega a los cuarenta.

Por entero la abarco con mirada discreta. ¡Soy Priapo proverbial!, fuera de sí me espeta. Zafarse de mí intenta, grazna ¡auxilios!, ¡socorros! Detengo su arrancada: a su brazo me aferro. Cabe a la vía férrea, hemos rodado al césped. Llora, aulla, me llama ¡sátiro!, ¡azote de himen! Grita llevo con ella seis mujeres violadas. Me pregunta qué muerte le espera, ya gozada. Ya gozada que escoja su propia muerte, pienso. Bástame hacer las veces, complacer a la víctima.

Rogelio Llopis Fuentes
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 427

Caida a pique

Desde ese silencio que ninguna atmósfera logra quebrar, por tal lugar de materia y antimateria, en el que luz y oscuridad se confunden y los planos no admiten matices, pasando por mundos en extinción o conformación, gaseosidades que anticipan, generan o concluyen vidas inteligentes, que gestan un todo armónico y coherente, de música propia, acelerándose a medida que se aproxima a las primeras capas de ozono, morigerador de la franca y aterradora luz, adentrándose en mixturaciones de oxígeno, arribando hasta las zonas de las nubes, estiradas, aborregadas, contenedoras simultáneas de aguas pacíficas y rayos pulverizadores, dispensadores así de fertilidad y destrucción, de vida y muerte, descendiendo hasta el damero de los edificios, primero los de cúpula y luces rojas de posición, luego las terrazas donde cuelgan vestimentas y se broncean sus pieles hombres y mujeres, desnudados totalmente o a medias, atravesando después los techos, bajando de piso en piso, de habitación en habitación, encontrando a éste coleccionando, a ella cocinando, a ése fornicando, a ésa haciendo, a él destruyendo, a aquélla bebiendo, a este otro viendo, a esa otra orando, a éste de aquí hablando, a aquel de allá escribiendo, arribando a la habitación última, un ropero, una cama, una mesa de luz, un papel redactado con letra apresurada, en el que pueden leerse las palabras soledad, temor, dolor, renuncia, una mano sobre la colcha, el brazo que conecta la mano con el cuerpo caído en el piso, extendido, laxo, teñido de su sangre, el revolver ya acallado en la otra mano, quietud, negritud, más allá de ingratitudes y felicidades, esperanzas y posibles, hasta ese silencio que ninguna atmósfera logra quebrar.

Carlos Roberto Morán
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 419

La fábrica


Ante todo, se ve la vía férrea a la que a fuerza de dinamita han abierto un pasaje a través del paisaje.

Luego, repentinamente, se ven las grandes naves de la fábrica.

Infatigablemente los trenes transportan hacia los talleres toneladas de materias primas; muebles de todos los estilos, de todas las épocas, de todos los tamaños.

Y cientos de obreros especializados transforman esos muebles en planchas de madera, después en troncos, después en árboles.

Y otros equipos de obreros van a plantarlos en los llanos próximos, transformando en bosques esos terrenos baldíos.

Jaques Sternberg
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 417

El hacedor de los cielos y la tierra


“Y Jehová Dios formó al
hombre del polvo de la
tierra, y sopló en sus
narices aliento de vida y
el hombre vino a ser
alma viviente”
(Gén. 2:7)

A pesar de haber trazado minuciosamente su plan (Isa. 46:9-11) y de preparar la tierra durante más de cuarenta mil años para ser habitada (Hech. 15:18), una vez que Dios hubo creado al hombre no se sintió satisfecho de su obra.

Varias veces repitió aquel modelo donde, con sabiduría maravillosa, había hecho previsión del número exacto de huesos del esqueleto humano (doscientos seis en total); donde había construido un sistema eléctrico extraordinario (sistema nervioso); y donde hasta los detalles más insignificantes fueron ejecutados con sumo cuidado, al grado de numerar los cabellos de la cabeza (Mat. 10:30). Sin embargo, acaso porque el material utilizado era bastante ingrato, o porque todo gran creador es siempre un inconforme, al contemplar aquel espectáculo monótono y poco dinámico, Dios sintió que algo faltaba a su creación.

Fue entonces cuando su amado hijo Lucifer (el poderoso lucero de la mañana, el futuro heredero del mundo) interrumpió su cántico celestial de alabanzas y gozo (Job. 38:6,7) para, con una previsión no menos genial, susurrar al oído del Padre (Rel. 3:7-40):

—Hagamos que cada criatura piense de una manera distinta.

Rolando Arteaga
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 415

Los silfos


A cada una de las cuatro raíces o elementos en que los griegos habían dividido la materia, correspondió después un espíritu. En la obra de Paracelso, alquimista y médico suizo del siglo XVI, figuran cuatro espíritus elementales: los Gnomos de la tierra, las Ninfas del agua, las Salamandras del fuego, y los Silfos o Sílfides del aire. Estas palabras son de origen griego. Littré ha buscado la etimología de “silfo” en las lenguas celtas, pero es del todo inverosímil que Paracelso conociera o siquiera sospecha esas lenguas.

Nadie cree en los Silfos, ahora; pero la locución “figura de sílfide” sigue aplicándose a las mujeres esbeltas, como elogio trivial. Los Silfos ocupan un lugar intermedio entre los seres materiales y los inmateriales. La poesía romántica y el ballet no los han desdeñado.

Jorge Luis Borges
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 404

Si hubiera parque…

En lo más enconado de la batalla en contra de las fuerzas celestiales, Luzbel, horrorizado, descubrió la inminencia de su derrota por falta de recursos bélicos.

Ya no le quedaba parque: había gastado toda su pólvora en infiernitos…

Francisco Silva García y Lidurbelia Godínez
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 399

El producto


La publicidad y sobre todo la de los detergentes siempre le había parecido risible. Pero un día, para limpiar una vieja hélice de cobre, tuvo que comprar uno de esos productos milagrosos que dan lustre a todos los metales. Lo utilizó y quedó estupefacto. Después de dos minutos de frotarla, la hélice parecía flamantemente nueva. Pasó toda la tarde, y luego la noche, en hacer relucir todos los objetos de metal de su departamento.

Por la mañana la emprendió con los objetos de su oficina. El fin de semana lo decidió a fritar todos los objetos de sus amigos.

La noche del domingo trabajó en dar brillo a la reja de un jardín de su barrio.

Y al día siguiente, no teniendo nada que hacer brillar, forzó una puerta y reinició su trabajo en el departamento de sus vecinos.
Lo detuvieron al alba.

Hace muchos meses que está encarcelado. Vive dichoso en la prisión central. Hay miles de barrotes a los cuales sacar brillo.

Jacques Sternberg
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 395

La espera


Un mandarín estaba enamorado de una cortesana. “Te perteneceré, dijo ella, cuando hayas pasado cien noches esperándome sentado en un escabel, en mi jardín, bajo mi ventana”. Pero, la noche número noventa y nueve, el mandarín se levantó, tomó su escabel y se fue.

Roland Barthes
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 390

Cadenas de felicidad


Como el progreso no conoce límites, en España se venden paquetes que contienen treinta y dos cajas de fósforos (léase cerillas) cada una de las cuales reproduce vistosamente una pieza de un juego completo de ajedrez.

Velozmente un señor astuto ha lanzado a la venta un juego de ajedrez cuyas treinta y dos piezas pueden servir como tazas de café; casi de inmediato el Bazar Dos Mundos ha producido tazas de café que permiten a las señoras más bien blandengues una gran variedad de corpiños lo suficientemente rígidos, tras de lo cual Ives St. Laurent acaba de suscitar un corpiño que permite servir dos huevos pesados por agua de una manera sumamente sugestiva.

Lástima que hasta ahora nadie ha encontrado una aplicación diferente a los huevos pasados por agua, cosa que desalienta a los que los comen entre grandes suspiros; así se cortan ciertas cadenas de la felicidad que se quedan solamente en cadenas y bien caras dicho sea de paso.

Julio Cortázar en “Un tal Lucas”
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 393

Prostituta y ladrón que a todos ven de su condición

Mi padre fue ladrón y mi madre prostituta. Profesiones, por lo demás, bastante respetadas entre mis compatriotas. Se conocieron en algún puerto donde mi padre vendía no sé qué de chácaharas alegando sus poderes mágicos. Mi madre se enamoró del él presintiendo a un próspero comerciante. Se casaron; contaban que en un día muy lindo. Mi madre vestía de blanco y lloraba de alegría. Mi padre serio y de negro, calculaba el costo de lo que estaba haciendo; dividió 14600 noches que tendrían los cuarenta años que, calculó, dormiría con mi mamá. El precio le pareció bien. Mi madre no disfrutó ni mucho ni poco la primera noche de su prostitución.

Los años siguientes no fueron diferentes a los años de antes. Mi padre se quejaba de que la gente no compraba por la época difícil, pero nunca se le debe creer a un ladrón. Se hizo rico. Mi madre alardeó siempre de una vida de castidad pero tampoco se le debe dar crédito a una prostituta.

Con frecuencia había invitados en la casa: ladrones, mentirosos de profesión y contadores de historias verdaderas. Recuerdo a don Joaquín: borracho, homosexual y poeta. A Pedro Ángel: chulo misógino y seductor. Conocí ahí a Francisco, por oposición, joven, honrado, y silencioso. Decidimos fugarnos.

Cuando nos fuimos se dieron cuenta que estábamos locos.

María Luisa Erreguerena
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 381