Detuvo su alocada carrera para descansar unos instantes. Trató de detectar la cercanía de algún otro competidor, pero los impulsos de su larga cola le habían proporcionado, casi desde la salida, una cómoda ventaja sobre los demás. Se sintió orgulloso de su apéndice, más largo y flexible que el de todos los de su generación. No en balde se había pasado prácticamente toda su vida ejercitándose y preparándose para la gran carrera.
Mientras reanudaba su camino, un poco más tranquilo, no pudo evitar un estremecimiento al recordar que, después de todo, se acercaba al final de su vida. El objetivo final de la carrera era la muerte. Lo sabía, como todos, desde su nacimiento y había sido preparado para aceptarlo. Sabía también que para el triunfador de la carrera estaba prometida la otra vida. La vida eterna, según algunos. Una vida en otra dimensión, en otro universo, radicalmente distinto e imposible de imaginar, según otros. Una vida en la que seguiría siendo el mismo, pero a la vez sería otro, algo que no comprendía del todo pero deseaba creer.
Seguía nadando a toda velocidad y de pronto supo que estaba frente a su objetivo, aunque nunca antes lo hubiera conocido. Tal como decían las tradiciones, ahí estaba el pequeño agujero luminoso, justo del tamaño adecuado para que pasara por él. Pero ¿qué habría más allá? ¿Era posible que miles, quizá millones estuvieran condenados a muerte y sólo uno —el mejor— pudiera pasar? ¿Había realmente otra vida o, al revés de lo que se le había enseñado, sólo el mejor debería morir para que los demás sobrevivieran?
Mientras se debatía en la duda, un grupo de competidores se le adelantó. Uno de ellos, sin pensarlo mucho, se lanzó de cabeza al agujero y la luz desapareció. Sin embargo, el espermatozoide todavía pudo darse cuenta, antes de morir con los demás, que la cola del ganador no podía compararse de ningún modo con la suya.
Luis C. A. Gutiérrez Negrín
No. 133, Abril-diciembre 1996
Tomo XXVIII – Año XXXII
Pág. 34