Fotógrafo

Tenía la vista cansada, su único ojo ardía y aunque la visión era turbia (sin lágrimas) la resequedad aumentaba.

El placer consistía en dormir cuando le ponían el párpado en su lugar: soñaba y su imaginación le permitía liberarse de su tortuosa vida.

Jornadas de trabajo de 16 horas continuas, mirando sin querer tantos y tantos documentos e inútiles papeles elaborados por altos funcionarios o absurdos proyectos que de sobra sabía, por la experiencia de años forzada a la misma labor, eran un constante repetir; se negaba a mirar, la obligaban cotidianamente a ese martirio —¿Por qué no soy más pequeña? Se preguntaba ¿Toda mi generación sufrirá lo mismo? ¿Así tratarán a mis semejantes? ¿Cuánto tiempo de vida me queda?

Las enfermedades en este tiempo eran más frecuentes, y no faltaba quien después de maldecirla le daba una patada cuando fallaba en sus labores, así que, además de los manoseos cotidianos todavía la culpaban de algo que ella no podía evitar.

La modelo 7000, de esas fotocopiadoras ocupadas en el gobierno, esperaba inútilmente que alguien la comprendiera.

Alejandro Pastrana Salazar
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 119

Todo lo contrario


—Veamos, —dijo el profesor. —¿Alguno de ustedes sabe qué es lo contrario de IN?

—OUT —respondió prestamente un alumno.

—No es obligatorio pensar en ingles. En español, lo contrario de IN (como prefijo privativo, claro) suele ser la misma palabra, pero sin esa sílaba.

—Sí, ya sé: insensato y sensato, indócil y dócil, ¿no?

—Parcialmente correcto. No olvide, muchacho, que lo contrario del invierno no es vierno sino verano.

—No se burle, profesor.

—Vamos a ver. ¿Sería capaz de formar una frase, más o menos coherente, con palabras que, si son despojadas del prefijo IN, no confirman la ortodoxia gramatical?

—Probaré, profesor: “Aquel dividuo memorizó sus cógnitas, se sintió dulgente pero dómito, hizo ventario de la famias con que tanto lo habían cordiado, y aunque se resignó a mantenerse cólume, así y todo en las noches padecía de somnio, ya que le preocupaban la flación y su cremento”.

—Sulso pero pecable, —admitió sin euforia el profesor.

Mario Benedetti
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 117

La ciudad y los signos


El hombre que viaja y no conoce todavía la ciudad que le espera a lo largo del camino, se pregunta cómo será el palacio real, el cuartel, el molino, el teatro, el bazar. En cada ciudad del imperio cada edificio es diferente y está dispuesto en un orden distinto; pero apenas el forastero llega a la ciudad desconocida y echa una mirada sobre aquel racimo de pagodas y desvanes y cuchitriles, siguiendo la maraña de canales huertos basurales, de pronto distingue cuáles son los palacios de los príncipes, cuales los templos de los grandes sacerdotes, la posada, la prisión, el barrio de los lupanares. Así —dice alguien— se confirma la hipótesis de que cada hombre lleva en la mente una ciudad hecha sólo de diferencias, una ciudad sin figuras y sin forma, y las ciudades particulares la rellenan.
No así en Zoe. En cada lugar de esta ciudad se podría vuelta a vuelta dormir, fabricar arneses, cocinar, acumular monedas de oro, desvestirse, reinar, vender, interrogar oráculos. Cualquier techo piramidal podría cubrir tanto el lazareto de los leprosos como las termas de las odaliscas. El viajero da vueltas y vueltas y no tiene sino dudas: como no consigue distinguir los puntos de la ciudad, aún los puntos que están claros en su mente se le mezclan. Deduce esto: si la existencia en todos sus momentos es toda ella misma, la ciudad de Zoe es el lugar de la existencia indivisible. ¿Pero por qué entonces la ciudad? ¿Qué línea separa el dentro del fuera, el estruendo de las ruedas del aullido de los lobos?

Italo Calvino
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 115

En la cruz


Oía gritos, gritos. El crucificado volvió la vista hacia sus pies y vio a María Magdalena, a María, madre de Santiago y José, a un ramo de mujeres.

Sobre su cabeza, en la cruz, se leía: ESTE ES JESÚS, REY DE LOS JUDÍOS. A sus flancos estaban crucificados dos ladrones.

Alzó de nuevo la cara y vio entre sombra la impresionante multitud que esperaba su muerte. El aire se llevaba y le llevaba insultos, befas, rumores. Oyó de pronto: “Si eres hijo de Dios, sálvate tú mismo.” Sacerdotes, escribas y ancianos lo escarnecían despreciativamente. Se sintió aturdido y pensó que lo mejor sería que acabara pronto. De súbito su vista se detuvo en un rostro que gritaba y reconoció a un mudo al que había hecho hablar. Trató de seguir los rostros en la multitud, y fijó cerca del templo a un ciego al que había hecho ver y cuyos ojos llameaban ahora de ira y de odio, y junto a él, embriagándose, a un leproso al que había sanado, y no muy lejos de ellos, a un paralítico al que devolvió la movilidad y que ahora se divertía haciendo gestos y ademanes obscenos. En ese instante, lleno de incomprensión y dolor, volvió los ojos hacia el cielo y gritó por última vez a su Padre.

Marco Antonio Campos
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 113

Una sospecha


Una familia compuesta de padre, madre y dos niños, salió a pasear y se sentó a descansar en medio de un bosque. La niña oyó un llamado, se fue a corretear por el interior del bosque y volvió minutos más tarde. Al principio los padres ni veían cambio en ella, pero gradualmente empezaron a notar algo raro, lo fueron siguiendo cada vez más y más, hasta que, pasando los años, sospechaban que otra niña, no la suya, volvió del bosque aquella vez.

Nathaniel Hawthorne
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 109

Aparición


La bella joven se reía tanto a la orilla del mar que, como la risa es la mayor provocadora de curiosidad, asomó su cabeza un tritón para ver lo que pasaba.

—¡Un tritón! —gritó ella.

Pero el tritón, tranquilo y sonriente, la serenó con la pregunta más inesperada:

—¿Quiere decirme qué hora es?

Ramón Gómez de la Serna
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 107

Bumerang


Tiene la manía de que está enfermo, lo dice a todo el mundo, el rumor corre y finalmente vuelve a él. Se entera así de que está muy grave, según dicen los demás. Entonces vuelve a lanzar la noticia en un tono catastrófico. Y finalmente, amplificada de boca en boca, la noticia lo alcanza por segunda vez, como un bumerang. De este modo se entera de que está muerto.

Dino Buzzati
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 101

Un pistolero del oeste


A veces, Jack Slade dejaba a sus enemigos sin molestarlos durante semanas y meses, sin hablar de la ofensa ni mirarlos con sonrisa agorera. Había quienes opinaban que actuaba así para que sus víctimas se confiaran y poderlas atacar de improviso. Otros, en cambio, afirmaban que Slade hacía durar al enemigo da la misma manera que un niño hace durar el caramelo, para disfrutarlo más tiempo, saboreándolo por anticipado.

Mark Twain
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 99

Catalina la dulce


Un hugonote que había jurado matar a Catalina de Médicis entró súbitamente en la recámara de ésta, que le pidió una gracia: que le permitiera rezar. El hombre consintió y la Regenta, en voz alta, rezó implorando el perdón para el asesino. Conmovido, el asesino dejó caer el cuchillo y se arrodilló. Catalina lo hizo levantarse.

—¿Qué queréis que haga? —sollozó el hombre.

—Vete, hijo mío —dijo Catalina con dulce e irresistible autoridad. Vete al cadalso.

Villiers del ´Isle Adam
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 95

Propósitos


Mientras se daba vigorosos pases con el cepillo pensaba en sus problemas. Esa mañana —como todas las demás— había discutido con su marido. Tenía que ser mas firme, más fuerte.

“Debo dejar de ser tan frágil”, pensaba en esto cuando su cabeza se zafó del cuello, hizo una parábola en el aire y cayó —con un golpe sordo sobre el tocador.

“Arnulfo”, le gritó a su marido.

Él suspiró fastidiado. Tomó la cabeza y la colocó en el cuerpo que, por cierto, aún sostenía el cepillo.

“También tengo que dejar de ser tan dependiente”, se dijo a sí misma mientras su marido le atornillaba la cabeza.

Virginia del Río
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 9

El eterno retorno


Dos alemanes que en una taberna hablaban del gran Año Platónico, en el cual todas las cosas volverían a su primer estado, quisieron persuadir al dueño del lugar, que los escuchaba atentamente, de que no había nada más cierto que ese retorno cíclico, “de tal modo —decían— que dentro de los dieciséis mil años estaremos los dos bebiendo aquí, a la misma hora, bajo la misma luz, en este mismo cuarto”, y luego le pidieron que les diera crédito hasta entonces. El tabernero les respondió que estaba muy de acuerdo en ello; “pero —añadió—, puesto que hace dieciséis mil años que, día a día, hora tras hora, estáis bebiendo aquí, y os habéis ido sin pagar, cubrid vuestra deuda pasada y os daré crédito en el presente”.

Collin de Plancy
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 87

Notas de colores

De espalda al público, la seda del vestido negro moldea cuerpo y músculos que se balancean al ritmo de la batuta. La piel se eriza con las notas de la música de Tschaikowsky. Es su debut después de más de diez años de estudio y perfeccionamiento. Las luces del escenario queman su piel y suda copiosamente a causa de los nervios, pero sus sentidos están puestos en las notas que emiten los instrumentos al ser ejecutados por cada uno de los miembros de su orquesta.

Una nota estridente la estremece; su oído se ve afectado cuando la leche se derrama, el niño grita, el agua chorrea de la lavadora y la olla Express deja salir sus vapores ensordecedores.

Esther Vázquez Ramos
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 83

El origen de la vida


María le pidió a su madre que le explicara de dónde venían los niños. Entonces la madre la tomó en sus brazos y la introdujo en su vientre. Poco a poco la enorme barriga fue disminuyendo hasta que sólo quedó el vacío que la madre quizo colmar a través de la maternidad.

Dominique Menkes Bancet
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 81

El otro lado


Un día el rey llamó a unos muchachos de por aquí y les dijo “Se me van volados hasta el otro lado y vienen y me dicen qué hay”
Unos se fueron en bicicleta, otros en patines y otros en avalancha, otros se fueron nomás volando.

Algunos llegaron pronto al otro lado y otros se tardaron años, así que llegaron viejecitos, pero los primeros para no aburrirse esperaron a los demás haciendo cuentas y tejas de barro.

Ya que se fijaron bien en todo regresaron y le dijeron al rey: “Del otro lado es todo igual pero al revés”.

Quién sabe por qué se les ocurrió decir eso, pero todos dijeron lo mismo.

“Yo quiero ir”, dijo el rey, “cárguenme”. Y lo llevaron.

Pero cuando pasaron al otro lado, el rey tuvo que cargar a todos y eso no le gustó, entonces quiso que lo regresaran, pero como todo era al revés, se lo llevaron al otro lado del otro lado.

Y así siguieron hasta que se acabaron todos.

Alejandro Aura
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 79

El castigo


Aquí los delitos son muchos pero el castigo es único, siempre idéntico.
Se coloca al condenado ante un túnel interminable, entre los rieles de una vía férrea. A partir de ese momento, el condenado sabe lo que le espera. Huye, porque no tiene más que esa última oportunidad. Alucinación, porque el túnel no tiene fin.

El condenado corre hasta perder el aliento y después la vida.

Sin embargo, se puede afirmar que nunca tren alguno fue lanzado por esa vía.

Jaques Sternberg
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 75

Flor roja

El combatiente alcanzó a sonreír, satisfecho, antes que las balas del terror lo aplastaran contra esa tierra ya empapada en sangre nueva, en sangre vieja, en sangre…

Muchos años después, un niño pasó por aquel sitio y cortó una flor roja… muy bella, muy roja; la contempló tranquilamente durante unos minutos, la guardó después en su mochila y, tras reacomodarse el fusil al hombro, continuó su marcha.

Hugo Carlos Martínez Téllez
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 71

Después del combate


A Laura Vargas
Desde el primer instante que la vi en la corte de Esparta supe que jamás la olvidaría. Y desde ese instante, en los mares y el cielo de toda Grecia, su rostro me perseguía obstinadamente, desoladoramente. Por ella, diosa entre las mujeres, violé el sagrado pacto del hospedaje y manché la amistad. No me arrepiento. Si la rapté fue porque era el único modo de hacerla mía, y ahora —lo ven todos—, ilumina los campos de la murada Ilión.

Aún siento en el cuello la soga de Menelao, ramo de Ares, y si aún vivo no es por mi agilidad ni mi lanza, sino por afrodita de oro, que me ama y protege como a ningún mortal. Cómo voy a arrepentirme de mi acto, qué va; menos ahora que descubro en el cuerpo de Helena una columna de fuego. Volvería a repetir el rapto infinitamente. Volvería a la vida sólo por aquella noche, cuando dormí en sus ojos por primera vez. Volvería a luchar cien, mil, dos mil veces con todos los aqueos y mil más con Menelao, por revivir esta noche, cuando ella, Helena, me mordía sin piedad los miembros, y con lágrimas en los ojos, se quejaba britándome: “Ámame perro, cobarde, ámame hasta la muerte.”

Marco Antonio Campos
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 69

El balón


Un alto muro separaba el patio de recreo de los chicos del patio de recreo de las chicas. Para esas criaturas que estaban entre los trece y los dieciséis años ¿qué mejor recreo que dejarlos estar juntos? Los maestros pensaban distinto. Y el muro, exasperando las diferencias de sexo, sugería uniones secretas.

Inútil pensar siquiera en escalar el muro. Por lo contrario, el balón desafiaba el obstáculo; viajaba maravillosamente de un patio al otro.

¡Oh juegos! ¡Minutos púberes! ¡Oh las redondeces latentes! ¡Las mudas de ropa!

Aquel balón parecía un balón honrado. De hecho, lo era. En cada despegue, cargado de sexualidad, ronroneaba. Principios machos y principios hembras se concentraban en su corazón. Finalmente iba tomando un aspecto singular. A veces volvía con barba, o dolores de barriga, ronchas, espinillas…

Por turnos, manifestaba rudezas ferruginosas, dulzuras lácteas, saltos de temperatura… El chico o la chica que lo lanzaba se estremecía de pies a cabeza.

—¡Confisco este balón! —dijo un día la institutriz.

¡Oh suplicios aéreos! ¡Pasiones de cristal! ¡Transparencias! ¡Oh la primera sangre cuya mancha cubre el universo! ¡Oh!

Pocos meses después, los alumnos notaron que la malvada maestra había ocultado el balón en su vientre.

Pero nadie se atrevía a reclamarlo.

René de Obaldía (traducción de José de la Colina)
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 63