Piel de luna

Estábamos en la sobremesa de una bien condimentada cena preparada por Munira. Laura, pulsando su guitarra, cantaba: “…deslizo mis labios por tu piel de luna…” Cada palabra de su canción era dulce y amarga como una almendra.

Por la tarde, cuando llegué a la casa de campo de mis amigas, me impresionó una ausencia que se palpaba. Alguien, hostil, había estado allí. Su aliento, mezclado con el incienso que ardía en el pebetero de Munira, me sofocaba causándome una vaga náusea. Las dulces notas de la guitarra morían en la distancia de un recuerdo filoso. Me levanté de la mesa y vi su fotografía sobre el librero. Sus grandes ojos negros callaban su desamor. Me dejé caer en uno de los mullidos sillones del salón. Clavé la vista en el suelo. Un pequeño movimiento en la alfombra distrajo mi melancolía. Un escorpión con la cola enhiesta avanzaba decidido hacia mi pie descalzo.

—¡Muchachas! ¡Miren! —exclamé.

—¡La escoba! ¡No! ¡Un libro! —gritó Munira.

Ruido de sillas. El golpe del pesado libro sobre el piso. La alimaña huyó a la sombra debajo de un mueble. Revolvimos sillones y sofás. Levantamos la alfombra y rociamos insecticida. Había desaparecido. La conversación giraba sobre ponzoñas y muertes repentinas.

—No estés nerviosa, no volverá a salir —me tranquilizaba Laura.

—Está muerto. No tengas miedo. Duerme tranquila —dijo la persuasiva Munira.

Aunque hacía calor, cerré el balcón de la recámara. Levanté la almohada y destendí la cama. No apagué la luz. Me puse los zapatos. Dormí. Las volutas de incienso se enroscaban y subían por las patas del lecho. Un rayo de luna brilló sobre la punta de unas tijeras. Mis cabellos colgaban hasta el suelo. El escorpión trepó por uno de sus rizos. Su veneno tenía sabor de almendra.

Amelia García de León
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 173