Hortelana

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Mi única cosecha cotidiana, verdura, fruta de esa temporada. Como coles suaves, frescas, tus senos al aire, tus pies descalzos, tus blancas piernas desnudas corrían entre espigas húmedas con el sabor todavía de la madrugada. Tus risas frágiles quebrándose inconscientes en la tarde, tu falda juguetona recolectando tomates, calabazas, berenjenas. Tu cabello desatado danzando al lento son de las nieblas del alba. Y nuestro páramo de sueños sencillos como las bugambilias, el trigo, los rábanos. Tú, en algún sitio, no finjas, también has de recordarlo.

—Aquí está su ensalada, señor.

Luis Ignacio Helguera
No. 121-122, Enero-Julio 1992
Tomo XXI – Año XXVIII
Pág. 58

El armario

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De cada gancho un día colgado. “Cada día —me decía el viejo— se viste con un traje y un color diferentes: verde, azul, rosa —hay días, en efecto gobernados por la cursilería—, gris, negro…” Abundaban los ganchos en su armario y había seis o siete trajes adquiridos con esfuerzo, una bata a cuadros, tres pares de zapatos y una cajita de rapé donde guardaba etiquetas de puros finos y estampas pornográficas antiguas. Mostraba orgullosamente el mueble y lo acariciaba con cariño de abuelo preguntando: “¿No es hermoso?” Sí, lo era, con esa belleza esporádica que tienen de pronto todas las cosas comunes y corrientes.

Una mañana, el abuelo ya no volvió a la oficina. Al hacer la limpieza del cuarto, la sirvienta barrió y recogió los días tirados en el piso y encontró después al viejo metido en el traje negro, colgado del último gancho. Como el armario era estrecho y resultaba un problema sacar el cadáver, sirvió también de ataúd.

Luis Ignacio Helguera
No. 123-124, Julio-Diciembre 1992
Tomo XXI – Año XXIX
Pág. 277

Patio vecino

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Rubicunda, coqueta, cuelga, se agita en el tendedero, la piñata. Como quien en la horca se mofa de la muerte. Repentino palo certero; explosión. Diluvio de cañas de azúcar, cacahuates, colación, naranjas; diluvio de niños. Un trozo de barro empapelado descalabra a uno: se rompe una esferita de Navidad. Recogen al niño, no el relleno de su piñata, el torrente de sueños blancos de posada como, por ejemplo, el rostro de una niña bonita dibujado por luces de Bengala.

Patio súbitamente desolado. La piñata cercenada, se zarandea todavía hasta el último instante, en espasmos jocosos. Junto a ella, suben y pasan, vaporosos, con el confeti del aire, los sueños blancos desperdiciados.

Luis Ignacio Helguera
No. 128, Enero-Marzo 1995
Tomo XXIV – Año XXXI
Pág. 239

El rey

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Había una vez un rey… que a pesar de haber extendido su reino por todo el mundo, o precisamente por eso mismo, llegó a sentirse lleno de tedio y de vejez desolada. El mundo le pareció cuadrado y su vida, de cuadritos, en blanco y negro.

Pero un buen día le comunicó a su consejero que dos peones suyos, embarazados de ocho casillas, habían parido dos hermosas y felices damas, como si de lentos sapos encantados hubieran florecido ágiles princesas encantadoras.

Hasta entonces, y de golpe, el rey comprendió que su vida sólo había sido una larga, complicada y tediosa partida de ajedrez y que aunque había conseguido la victoria, de cualquier manera la partida había terminado y otras manos celebrarían por él.

Luis Ignacio Helguera
No. 126, Abril-Julio 1993
Tomo XXII – Año XXIX
Pág. 177

Mujer iluminada


La mujer encinta de nueve meses pasados es trasladada en camilla presurosa al quirófano. Todo el equipo de enfermeras, anestesistas, instrumentistas y doctores salta atropelladamente sobre ella como si su bulto fuera un gran balón de futbol americano o una piñata partida. No puede dar a luz; cesárea necesaria. Sobre las batas y las cabezas con gorro de los especialistas, entre las piernas de la embarazada, pasan, en rápida exhibición, bisturíes, tijeras, jeringas, fórceps. Finalmente la herida, la portezuela de emergencia, el ziper en la carne azorada. Y en seguida, con tremendo impulso alimentado de la retención insoportable, el nacimiento abrupto, luminoso. Todo el equipo, repelido: manos en los ojos, deslumbramiento de ceguera. Para los que esperan afuera: ni niño ni niña. La caverna sólo ha parido luz.

Luis Ignacio Helguera
No. 117, Enero-Marzo 1991
Tomo XX – Año XXVIII
Pág. 127

Luis Ignacio Helguera

Luis Ignacio Helguera, in memoriam

Por Ricardo Cayuela Gally

 En El pez en el agua, en un memorable capítulo sobre los talentos desperdiciados de la cultura del Perú, Vargas Llosa narra el sino de un grupo de amigos y contemporáneos, especialmente dotado para las artes y las ciencias, que se pierde en destinos trágicos, vidas truncas, trayectorias rotas. No puede ser otro el epitafio de Luis Ignacio Helguera (México, 1962-2003): premio al mérito académico en sus estudios de filosofía y licenciado con los máximos honores con una tesis sobre Heiddegger que, en opinión de sus maestros, es una precoz obra maestra; sus derroteros intelectuales lo llevaron a practicar el ensayo literario, la crítica musical (hasta convertirse en uno de los mejores comentaristas musicales del país, como atestigua su libro El atril del melómano), el aforismo (recogidos en el libro Ígneos), el cuento (cuyo título más emblemático y representativo es El cara de niño) y la poesía (con libros tan significativos para su generación como Traspatio y Murciélago al mediodía).

     Quizá la línea secreta que une toda su obra de creación sea la concisión y la permutabilidad de los géneros: sus aforismos tienen la elegante economía de medios de sus poemas: «Ni sí, ni no, ni ni»; «El velorio es una fiesta sin anfitrión»; «La lluvia es de ayer: cuando llueve, está lloviendo en patios de ayer. Por eso cuando llueve, miramos melancólicos por la ventana»; «El mar: única monotonía que no cansa»; «Soñé que no podía dormir, y que al fin me dormía y soñaba que no podía dormir. Desperté exhausto». Sus poemas son también pequeños relatos en prosa, con la inteligencia-bisturí de sus aforismos: Helguera fue un poeta del instante, de lo cotidiano vuelto trascendente a fuerza de decantación y sutileza; sus cuentos, de aliento contenido, son historias redondas, breves, a caballo entre la fábula y el aforismo largo, siempre con alguna paradoja o giro irónico como secreto motor narrativo, cuentos que son pequeñas minucias astronómicas perfectamente observadas. Helguera unía un sentido de respeto artesanal por la palabra escrita con una agudísima inteligencia para encontrar nuevos vinos en odres viejos, a la manera de sus maestros y/o modelos: Rossi, Monterroso, Morábito…

     Además, fue también editor, primero como redactor de Vuelta y luego como jefe de redacción de la revista musical Pauta, de su amigo y mentor Mario Lavista. Por si fuera poco, su antología del poema en prosa publicada por el Fondo de Cultura Económica es de obligada consulta y una buena forma de acercarse a sus afinidades electivas, abiertas y secretas.

     Por ello, al dolor y la impotencia de la muerte de un amigo se añade la sensación de pérdida enorme para nuestra cultura. Destino trágico, vida trunca, trayectoria rota. Con el ego del artista que escenifica su suicidio «atado al potro del alcohol» delante de sus amigos, que lloran en silencio su ruina diaria mientras se resignan a acompañarlo una vez más, después de agotados todos los recursos de la cordura, a tomar una última copa que nunca es una ni última, Nacho vivió absurdamente insatisfecho, pese a tenerlo todo: talento, inteligencia, una mujer y una hija bellísimas y extraordinarias, buenos y leales amigos, una familia central en la cultura mexicana como apoyo y una serie infinita de pasiones que pueden acompañar una vida de por vida. Pero sus fantasmas internos tenían prisa y otros planes.

     La verdadera pasión que regía su vida era el ajedrez. No sólo como el excelente jugador que era, imaginativo y audaz —uno de los grandes jugadores mexicanos en el uso de los peones y experto donde los haya en la defensa francesa (que simula una taimada contención en el bando negro para luego contraatacar con furia sobre las desprevenidas piezas blancas)—, sino porque le fascinaban el ajedrez y su cultura, el ajedrez como metáfora del mundo. Por ello no sólo hablaba del asunto con Juan José Arreola, al que le hizo una célebre entrevista, o con su tío Eduardo Lizalde, o recitaba de memoria los sonetos de Borges, o analizaba al detalle La defensa de Nabokov, sino que tenía toda una colección de frases célebres sobre el ajedrez y un interminable catálogo de dichos populares. Llegó incluso a estudiar la vida y la obra de Carlos Torre, el jugador yucateco que derrotó a Murphy y Lasker e hizo tablas con Capablanca y que, sin duda, es uno de los grandes de todos los tiempos, pese a que su meteórica carrera se interrumpió apenas empezada por una enfermedad mental. Nacho conocía de memoria partidas enteras de Torre y fue el primero que me descubrió el célebre encuentro contra Dupré, en donde el genio yucateco obliga al rey rival, jugada tras jugada, a «suicidarse» delante de sus peones, como magnetizado por las piezas enemigas. La partida pasó a la historia del ajedrez como una de las más bellas de todos los tiempos, inmortalizada con el título de «El rey encantado».

     Por ello jugar con Helguera era una delicia: por ser un rival temido y casi siempre victorioso, pero también porque el juego en sí se convertía en un diálogo, antes, durante y después, sobre la cultura del ajedrez y sus metáforas. Y por extensión, sobre todo lo demás que nos unía: la literatura, la pasión dolida por la ciudad de México, la música…

     Nacho era el líder de una tertulia de ajedrez que acabó convertida en una pequeña institución semanal para sus integrantes. La mañana de los sábados, en la cafetería de la librería Gandhi, con el novelista Daniel Sada, con el pintor Gustavo Aceves, con el asesino del gambito Alberto MacLane, con el historiador y editor del Instituto Mora Hugo Vargas, con el narrador Armando Alanís, y luego los jueves por la noche, en un sistema de casa rotativa, al que luego se sumarían el poeta Luigi Amara y Jorgito Hernández, nos reuníamos a imaginar conjuras y celadas en nuestro universo-tablero de 64 escaques e infinitas posibilidades. Con la puntualidad que rige las pasiones genuinas e innecesarias, nos reuníamos a jugar y Nacho era el centro indiscutible de aquellos aquelarres, en donde nunca faltaron los excesos, dentro y fuera del tablero; competitivo, festivo, desbordado, su performance era insustituible. Incluso esa pasión nos hizo competir en el abierto por equipos de la primera fuerza de México, en un memorable viaje a Tlaxcala en donde nuestro equipo, titulado modestamente Nabokov, compuesto por Aceves, Alanís, MacLane, Helguera y quien esto escribe, logró un meritorio cuarto lugar nacional.

     Con Nacho jugué en los escenarios y las circunstancias más dispares: desde los bucólicos jardines del hotel San Miguel Regla de Guanajuato, cuando coincidimos en un Festival Cervantino, hasta el insólito torneo que protagonizamos en un table-dance, para pasmo y angustia de las bailarinas que no entendían como unos «varoncitos» podían concentrarse en las «fichas» y el tablero y despreciar, cierto que sólo por turnos, sus alegres contorsiones en el escenario.

Estas líneas no pretenden ser una valoración objetiva de un autor y una personalidad cultural: son sólo el veloz retrato de un amigo entrañable, genial y atormentado, al que el polvo del destino se llevó a urdir jaques mates a otros demonios[1].

El sapo


Salta de vez en cuando sólo
Para comprobar su radical
Estático.
Juan José Arreola,
“El sapo”, Bestiario

Al autor del Confabulario,
En sus 70 años

Nació entre la piedra y el charco, pesado como una roca musgosa y sorpresivamente ágil como el alud. Piedra y pedrada. Sueño viviente de las piedras, el sapo sueña a su vez con las piedras que lo soñaron; sueña nostálgicamente con el retorno a su origen rupestre, con el perfecto reposo, con la muerte sin nacimiento de la cosa. A diferencia de las señoras de tocador, el sapo sabe bien que la solución no es untar esas cremas y maquillajes hipócritas sobre la cara ajada, sino al revés: propiciar que el cutis se vuelva cada vez más rugoso y negroverduzco, hasta que se pudra y se sumerja, así, en el sueño y olvido definitivos de la piedra. Y para regresar a su origen, se mueve, brinca un poco de vez en cuando sólo para certificar su fracaso; que todavía no; que el compás de su garganta sigue vivo y atlético, sepultado bajo la masa pedregosa de su cuerpo; que sus ojos no se han cerrado y son todavía dinámicos y… saltones.

El pobre sapo se debate dramáticamente entre Heráclito y Parménides. Y se esconde bajo los arbustos, para contemplar de lejos, inflado de envidia, al sapo de piedra que se quedó escuchando, a una orilla de la fuente, boquiabierto y extasiado, las melodías cristalinas del agua.

Luis Ignacio Helguera
No. 118, Abril-Junio 1991
Tomo XX – Año XXVIII
Pág. 155