…de Ángel Homero Flores

Los regalos de Edmundo

Ángel Homero Flores a

Edmundo Valadés  En su aniversario luctuoso.

-Nació en Guaymas, Sonora en el 15.

-¿Quién? –Pregunté, metiéndome en la plática como un intruso.

-Edmundo Valadés -fue la respuesta-, el cuentista.

El nombre trajo a mi mente a un señor calvo y bigotudo que le hacía al periodismo y que nos regaló tantos cuentos.

Yo también soy de Sonora, pero no del puerto, sino de Nogales, en la frontera. Y también salí de aquel estado a temprana edad, pero no hacia la Ciudad de México, como Edmundo, sino a la ciudad de Guanajuato; y hasta aquí llega la similitud. Aunque se puede decir que compartimos el gusto por la literatura y el cuento en especial. Sobre todo aquellos que, como dijo Cortázar, asestan al lector golpe tras golpe hasta que cae noqueado. Lo curioso es que no recuerdo ninguno con esas características.

Pensé en el cuento más famoso de Edmundo, La Muerte Tiene Permiso. Pero no creo que sea un historia como la que dice Cortázar, más bien es cómo una pelea en la que uno de los boxeadores se la pasa midiendo al rival-lector y en el momento oportuno da el golpe que lo deja pasmado, sin habla. El cuento lo leí cuando estaba en secundaria y todavía recuerdo, más o menos el final: “Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas está difunto”.

Me puse a revisar en mi catálogo mental si conocía algún cuento que golpeara al lector hasta dejarlo sin sentido y no encontré ninguno. Pero la forma más sencilla de hacer esa indagación sería recurrir a la revista que el mismo Valadés publicó durante tanto tiempo, El Cuento: revista de imaginación.

Por suerte en casa todavía conservo algunos ejemplares de la segunda época; así que decidido a buscar el cuento noqueador, esa misma noche descorché una botella de vino tinto y copa en mano y revistas en mesa me puse a leer.

Cuentos con final sorpresivo había muchos, como el de Bukowski, Los Asesinos, en el que dos ladrones matan a sus víctimas sin robarles nada; pero nada de golpes noquedores después de una paliza. Más adelante me encontré un soliloquio amargado de un tal Jesús Gardea que destila, como su nombre lo indica, un torrente de miel amarga: Trabajo me cuesta tomarme el jugo de naranja en la cocina. Es como si se me hubiera coagulado la tristeza en la garganta…

Pensé que tal vez estaba errando la búsqueda, así que me di a la tarea de revisar el texto de una mujer, pero sólo encontré un desfile de palabras en un relato un tanto surrealista cuyo final no tenía nada de sorpresivo ni golpeador, sólo un dejo de desazón y desconcierto: ¿qué tenía que estar haciendo San Sebastián desnudo, destilando sangre, en un café? De acuerdo, La Cita de Emma Armendariz tampoco fue un buen ejemplo.

La botella estaba a medias y hacía rato que el silencio imperaba en el cuarto: las 23 horas y todo sereno. El último vecino no tardaba en llegar, como todos los días. En breve escucharía el chancleteo en el cielorraso. Puse algo de música para acompañar mi búsqueda; me serví otro poco de vino y con la ronca voz de Leonard Cohen en el fondo me sumergí de nuevo en la lectura.

Me topé con un cuento viejísimo y bellísimo de un noruego, Cary Kerner, que databa de la primera época de El Cuento (el número 4) y que fue publicado de nuevo en el ejemplar conmemorativo de los 50 años de la revista. El relato de Olaf oye a Rachmaninoff  me enterneció hasta las lágrimas. Me imaginé al pianista ruso aporreando las teclas mientras Olaf rememoraba los avatares de un una tormenta en mar abierto, el viento entre los velámenes desgarrados y las manos de Rachmaninoff persiguiéndose una a la otra repicando como granizo en la cubierta. Tal vez fue el efecto del vino o mi mente atrapada en la historia y en la música salvaje del piano (tan lejos de la voz pausada y lenta de Leonard y sus acordes tristes de guitarra), pero de pronto me vi viendo a Olaf como veía y escuchaba al músico deshacerse ante su instrumento y, como Olaf, escuché con toda claridad dos tonadas como el graznido de una gaviota contra el mar encrespado. Y de repente [Rachmaninoff] alzó las manos y las detuvo en el aire. ¡Por Dios que uno podía oír la melodía escurriendo de sus dedos en alto! Al final, me quedaron las palabras de la sobrina de Olaf, goteando como restos de lluvia desde las gavias, cuando responde a la pregunta de si ella podía tocar la misma pieza que tocó el pianista ruso: ¡Pero no como él, tío Olaf!

¿El cuento de Kerner me golpeó hasta noquearme? Me hizo llorar, tuve que interrumpir la lectura un par de veces para reponerme; hasta ahora era lo más parecido a esa pelea de box que andaba buscando. Para continuar con la búsqueda tuve que abrir la otra botella (¡sólo tenía dos!).

Estuve leyendo un par de horas más, la lista de cuentos fue más o menos larga.

Cuentos ingeniosos como Una piedra para dormir, de Waldo Frank; de terror rayando en el romanticismo como el de Lovecraft, La música de Eric Zann; o el de El pozo y el péndulo de Poe. Hallé poesía en un cuento de Mastreta: Lo encontré en la esquina de un salón lleno de gente. No hablaba pero me llamó con la amargura de sus ojos miserables…

Pero no encontré la tan buscada historia, tal vez si nos embarcamos en una tercera época de la revista…

La segunda botella se acabó. Seguí hurgando en los regalos de Edmundo y no me di cuenta cuándo me quedé dormido, la mejilla sobre la mesa. Es cierto, los cuentos no te dejan sin sentido, pero la combinación con vino tinto y Leonard Cohen, ¡puede ser fatal!

Ángel Homero Flores SamaniegoHomero

Homero Flores

Homero Flores

Ángel Homero Flores Samaniego

Físico por la Facultad de Ciencias de la UNAM; Maestro y Doctor en Ciencias con especialidad en Matemática Educativa por el Cinvestav del IPN (Depto. de Matemática Educativa). Profesor de Tiempo Completo Titular C en el Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) de la UNAM en el área de Matemáticas. Coordinador del Seminario de Evaluación Alternativa en Matemática (CCH). Responsable Académico del Proyecto de Investigación Educativa Aprender Matemática, Haciendo Matemática: Investigación en el Aula.

Además de su actividad como profesor de matemática e investigador en Educación Matemática, el profesor Flores ha incursionado en la literatura como cuentista y poeta. En este ámbito posee un libro de poemas: De paso por la tierra y un libro de cuentos para niños: Ángel, historias de un diablillo, ambos sin publicar.

Como colaborador de la revista MX Sin Fronteras se hizo cargo de la sección La Música del Otro Lado y publicó algunas historias de ciencia ficción en la revista Assimov en español de la cual fue integrante del comité editorial y traductor[1].


[1] Datos enviados por el propio autor por e-mail.

Olvido: una pequeña omisión

El veintitrés de diciembre fue tu cumpleaños. Él no lo recordó, menos aún al día siguiente. Acababa de despertar de una borrachera suicida, sobre un lecho de arena. El mar estaba intranquilo, vociferaba no sé qué maldiciones en su lenguaje líquido. De rodillas ante el horizonte esmeralda, mirando el mar picado, con el sol alto de mediodía lamiéndole la espalda desnuda, no podía recordar que un año atrás, en tu fiesta de cumpleaños, había conocido la sonrisa de tus ojos y el tacto suave de la piel de tu cuello. Esa noche se había combatido el frío con gruesos chaquetones y tragos de mezcal. Llegó a la casa donde te celebraban, un poco aterido y un mucho aturdido. Por primera vez te saludó con efusión y te estrechó en sus brazos; esa noche nació en su conciencia la decisión de hacer suyo tu cuerpo delgado, tu voz transparente. Esa noche primigenia, noche aquella de vientos helados, callejones oscuros y ademanes hostiles. Noche de pastorcillos de barrro, odas, andas; de borricos y niños Jesús, de posada final con olor a parafina líquida y pólvora quemada. Noche olvidada en la noche del tiempo. ¿Cómo recordarla con la perspectiva de una navidad atea en la playa?

La fogata estaba casi apagada, era sólo un montón de brasas coronadas por un penacho de llamas. Se encontraba al lado de Silvia, sentado en la arena seca. Miraba adormilado el cielo oscuro, tachonado de estrellas. Como lo hizo contigo tantas veces, recorrió con la mirada el cuerpo de Silvia, sus piernas desnudas, la falda descansando en el nacimiento de los muslos. Miró su cara, sus ojos cerrados, su expresión tranquila. Adivinó en la penumbra la dura protuberancia de los senos. Un deseo creciente se apoderó de él. Posó la mirada en el bulto informe de la falda. Como lo hizo contigo tantas veces pero sin compararte con ella, imaginó la tibieza húmeda de sus entrañas en ese sitio. Más tarde hicieron el amor. Caminaron un trecho por la playa, ella chapoteaba en el agua, el abrazaba su cintura. Permanecieron desnudos uno al lado del otro, bajo la claridad naciente del alba. La sensación de los labios de Silvia recorriendo su pecho y su vientre permaneció mucho tiempo. No se fue cuando comenzó a acariciarla con las manos llenas de arena, ni cuando ella le pidió que lo hiciera con cuidado cuando la penetró de nuevo; no desapareció cuando rodaron abrazados, sobre la aspereza de lija de su lecho, ni cuando en tu kilométrica ausencia el insomnio te mantenía con la luz encendida, escuchando el silbido del viento al pasar entre las ramas de la jacaranda del patio, al filtrarse por las rendijas de la ventana; pensando en lo sola que pasaste los últimos días, pensando en él, en la tarde anónima en que hicieron el amor en la penumbra de su cuarto, con el llanto apelotonado en tu garganta, el olor de sus cuerpos sudorosos y el placer que te atenazaba las entrañas al presentarse por vez primera con toda su intensidad. Nadaron un poco, ya cuando la playa comenzaba a poblarse de bañistas ruidosos. Se despidieron frente al hotel, no pensó en ti cuando la vio marcharse; no te pensó, ni aún en ese momento, cuando te bañabas después de no dormir en toda la noche y haberte masturbado, llorando en silencio, pensando en él.

Homero Flores Samaniego
No. 107-108, Julio – Diciembre 1988
Tomo XVII – Año XXIV
Pág. 237