La sierra

Ichmul, Chamá, llovizna sin fin… Ah, el solecito: pasan las muchachas por el atrio. Unos ojos verdes ven al joven del tractor: alto, cenceño. Otra, su severo perfil bajo el casco. La de los ojos negros los poderosos hombros. Las otras pensando: “¿por qué no me mira?, “No ve que cuando ando tiembla la tierra”. “Si aquí se fijara…”, y se toca la cadera. “Mis piernas: doble maravilla”.

Cae un pañuelo, él lo levanta. Tropieza con olor de hembra y él sonríe. “Adiooós”, le dicen y él contesta. Pasa junto a él un tibio roce.

De todos los rumbos lo vigilan: “¿Por qué le levantó el pañuelo?”. “¿Por qué la saludó sin conocerla?”. “Tras ella se le fueron los ojos”. “Se le quedó mirando desvistiéndola…”

Los cuatro se le acercan. Los cinco se hacen de palabras. Hay un sexto: el curioso. Luego: el nevero, un cargador, otro que vende charamuscas, los que van al mercado, los de uniforme.

“No, no es cosa de gendarmes”. “Estamos hablando entre hombres”. “¿Oyeron?…” “Vamos a rifarnos”. “A ver con quién pierde”. “Tengo para los cuatro”. “Vuela la moneda”. “Voy al pájaro”. “Perdiste” “No, ¡trampa!”. En la plaza todo el pueblo: «Juan Pech es mi gallo”. “Apuesto dos quetzales al fuereño…” “¡Ábranse!” “No empujen” “Déjenlos solos!..” Vocerío. “¡Eh… se tienen miedo!” “¡Mójale la oreja!” “¡Agárrense!” “¡Ora!…”

Abre su ventana el capitán De la Flor, de los rangers, en salto de cama, furiosito, metralleta en ristre: “¡Bandidotes!” “¡Arrastrados!” “No dejan dormir a uno”. “Ora verán”… (Se le olvidó quitarse la peluca rubia). Risita. Una ráfaga le vuela la mano con el arma.

“¡Viva Bolívar!”. “¡Mueran los gorilotas!”. “¡Viva la sierra!”. Disparos. Explosión. Llamarada. Gendarmes a quemarropa, caen.

Un efebo de cabellera morada retira el capitán: “¡Ay, corazón!”. “¡Malditos guerrilleros!…”

Luis Córdoba
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 69