La noche era cálida, y por la ventana entraban ráfagas de aire fresco que movían las cortinas.
—¡Ay! —gritó Julio, cayendo al suelo pesadamente.
Su mujer , un matrimonio vecino que les hacía compañía mientras reparaban su aparato, y la sirvienta, que apoyada en el quicio de la puerta miraba el programa a hurtadillas, se levantaron asustados. Entre la cuarta y quinta costillas, por el lado izquierdo, empezaba a brotar sangre producida por el impacto de una bala de Colt.
En la pantalla, el sheriff guardaba su arma, mientras la dueña del salón se acercaba lentamente, para tomar más sol.
El señor Vicente se quedó estupefacto y no sabía qué hacer.
—Es inaudito —exclamó—. Puedo jurar que lo vi y no lo puedo creer.
Como era hombre práctico y buen ciudadano, quiso llamar por teléfono a la policía, pero cuando tenía la bocina en la mano, la soltó bruscamente.
—No me van a creer.
Se inclinó para ver mejor a Julio, pero la ahora viuda de Chávez ya había adivinado su nuevo estado. Y como no podía hacer nada por el caído, pensó también en avisar a la policía. Después lo consideró mejor y fue a llamar al médico.
—Espere, señora —le gritó el señor Vicente—. Espere. Vamos a ver que decidimos…
La señora pidió a la sirviente más café para los dos y un refresco para la vecina, y comenzaron a analizar el difícil caso.
—Bueno, ¿ y qué haremos para empezar? Julio estaba asegurado, pero este es un caso aparte. No podemos contar con ellos, ni con los otros. Tampoco el medicucho de abajo. Muy chocante. ¿Acaso la Cruz Roja? No, señora, que allí lo descuartizan para comprobar lo que usted ya sabe…
El aullar de una sirena interrumpió su conversación. Se estaban deteniendo en la casa de enfrente, y unos minutos más tarde sacaban esposado a un individuo medio calvo, vociferador, que había disparado a su esposa. A ella la sacaron después, con una mancha roja entre la cuarta y quinta costilla, por el lado izquierdo.
Tomás Doreste
No. 09, Enero-Febrero 1965
Tomo II – Año I
Pág. 21