Torturas

Dejadme en paz. Lo diré, lo confesaré todo. Lo que queráis. Habéis vencido. Pero esa derrota la vislumbré muchos años atrás. Era incapaz de soportar cualquier dolor. El dentista, la rozadura del zapato, las inyecciones, los reglazos en la punta de los dedos de aquel fraile de terrible mirada. “Fueron ésos” le dije, con un sollozo, señalando a dos de mis compañeros. Aquella noche no pude dormir y mi madre no supo porqué. Entonces intuí que jamás sería capaz de sobreponerme a la tortura. ¿Qué queréis saber de mí? Lo diré todo. Pero me habéis roto los dedos, cortado la lengua, quitado los ojos, estrujado los testículos, hinchado el vientre con cientos, miles, quizá, litros de agua… Por lo tanto no puedo hablar ni escribir. Mis palabras, resuenan con fuerza en el cuarto de baño. Mi hijo golpea insistentemente la puerta, porque aguarda su turno y yo me apresuro para no llegar tarde a la oficina.

Alfonso Ibarrola
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 451

Naufragio


Veo… veo… un… El vigía intenta decir algo, pero le embarga la emoción, justificada en ese caso porque jamás ha visto en su vida un iceberg de semejante tamaño. El choque es terrible y el trasatlántico cruje. En el gran salón de baile algunas parejas se intercambian excusas y prosiguen su danza. El capitán, informado de lo ocurrido, estalla en sollozos. ¿Por qué he de ser yo el último? —se repite constantemente—, ¿por qué? “Los hombres primero” exclama un marinero egoísta. Algunos ancianos y mujeres con niños protestan airadamente. El director de orquesta busca voluntarios para interpretar un himno religioso apropiado con las circunstancias. “Los tenores a mi derecha”, exclama nervioso. En la piscina, un señor de la clase de “lujo” intenta aprender a nadar rápidamente, ayudado por el profesor de natación, que se lamenta del escaso sueldo que percibe. Minutos más tarde la mole del trasatlántico desaparece bajo las aguas, provocando un gran remolino. Unos cuantos botes salvavidas perdidos en la oscuridad se agitan entre las olas. Algunos náufragos tratan de asirse desesperadamente, en el límite de sus fuerzas, a los botes. Pero están ya repletos. Sus ocupantes les golpean con sus remos furiosamente en los nudillos, mientras musitan entre dientes… “Completo… Le digo que está completo”. Los náufragos no pueden protestar porque cuando abren la boca tragan agua salada. Uno llegó a resistir treinta golpes de remo. Murió sin dedos.

Alfonso Ibarrola
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 433

Un accidente


El cadáver del niño estaba en la acera, ocultado celosamente a las miradas bajo una manta. Unos policías cuidaban de que los curiosos no se acercaran demasiado, mientras aguardaban la llegada de las autoridades. Muy cerca, una señora lloraba desconsoladamente, gemía, gritaba sollozaba… “Es mi hijo, es mi hijo”, repetía incesantemente. El conductor del camión, pálido, desencajado, explicaba al agente de tráfico lo sucedido. Llegó un fotógrafo de Prensa y se puso a trabajar. El chofer no advirtió el flash, continuaba dando interminables explicaciones. La madre seguía sollozando, ocultando el rostro entre sus manos. Las personas que piadosamente asistían, increparon con gestos mudos al fotógrafo para que se alejara y no la molestara. Pero la mujer, advertida, al ver que el hombre se alejaba, tuvo ocasión de preguntarle, entrecortadamente, a voz en grito: “¿Para qué periódico trabaja usted?”

Alfonso Ibarrola
No. 86, Marzo-Abril 1981
Tomo XIV – Año XVI
Pág. 655

Cáncer


Quisiera violar a todas las mujeres del mundo. Una por una. Blancas, negras, amarillas, esquimales… Pero que mi vida se extinga antes. En cincuenta años de existencia, hasta la fecha, solamente he anotado un nombre en mi agenda: el de mi mujer. Se dice pronto: me muero. ¿Y las funestas consecuencias que acarrea? ¿Y las tristezas que promueve? ¡La muerte, qué responsabilidad! Mi mujer y yo, cuando nos encontramos en el lecho común, ni tan siquiera nos rozamos. Nuestros cuerpos permanecen separados, como nuestras mentes, nuestras ideas, nuestras ilusiones… Yo creía que la muerte venía de repente. Pero ahora sé que no, que n ocurre así, que anuncia su llegada, que se hace esperar, que nos acecha, que nos vigila, que nos susurra al oído ¡pronto!, complaciéndose en molestarnos, en asustarnos.

“Pálpese el cuerpo. Toque. Toque. ¿Dónde está ese cáncer que tanto teme usted? ¿Dónde…?” Y la angustia me hace sollozar en la oscuridad del cuarto. “¿Te ocurre algo?”, pregunta la mujer, semidormida. “Nada, nada.” A gusto le diría: “Es el cáncer, ¿sabes?”. Al día siguiente me levanto silbando una cancioncita de moda y salgo a la calle. Le besaría al portero.

Alfonso Ibarrola
No. 85, Enero-Febrero 1981
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 557

El voto


¿Qué recuerdo de mi padre quedará más fijo en mi mente? Cierta vez intentó acabar conmigo, presa de una rabia incontenible por un plato de garbanzos que me negué a comer. Lo intenté varias veces, pero terminé vomitando. Con los años aquella situación se ha convertido para mí en algo afectuoso y entrañable. Nunca le he dado motivos para sentirse orgulloso de mí. Y, sin embargo, me quiere. Lo supe el día que se lo llevaron, en una camilla, a la sala de operaciones quirúrgicas. Estaba en juego su vida y había tanto miedo a la muerte en aquellos ojos, tanta ternura contenida hacia mí, que quise formular un voto solemne en cuanto desapareció tras las puertas del largo corredor del hospital. ¿Pero qué podía prometer yo? Limosnas, vestir un hábito color violeta, caminar descalzo, o de rodillas, un kilómetro…, ¡diez kilómetros!, quemarme con una cerilla el dedo meñique… ¿Cuántos segundos soportaría el dolor? Mucho tiempo debió transcurrir enfrascado en esos argumentos. Una mano colocada con dulzura en el hombro, la del cirujano, vino a resolver todas mis dudas: “Siento comunicarle que su padre ha muerto.”

Alfonso Ibarrola
No. 85, Enero-Febrero 1981
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 551