Dejadme en paz. Lo diré, lo confesaré todo. Lo que queráis. Habéis vencido. Pero esa derrota la vislumbré muchos años atrás. Era incapaz de soportar cualquier dolor. El dentista, la rozadura del zapato, las inyecciones, los reglazos en la punta de los dedos de aquel fraile de terrible mirada. “Fueron ésos” le dije, con un sollozo, señalando a dos de mis compañeros. Aquella noche no pude dormir y mi madre no supo porqué. Entonces intuí que jamás sería capaz de sobreponerme a la tortura. ¿Qué queréis saber de mí? Lo diré todo. Pero me habéis roto los dedos, cortado la lengua, quitado los ojos, estrujado los testículos, hinchado el vientre con cientos, miles, quizá, litros de agua… Por lo tanto no puedo hablar ni escribir. Mis palabras, resuenan con fuerza en el cuarto de baño. Mi hijo golpea insistentemente la puerta, porque aguarda su turno y yo me apresuro para no llegar tarde a la oficina.
Alfonso Ibarrola
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 451