Fueron llegando a todos los puntos del globo a la convención anual: magos hindúes de larga túnica y turbante blanco; arúspices egipcios de ojos oscuros y barba triangular; hechiceros africanos con el cabello como panal de abejas; brujos ingleses altos y rubios, con la frente nimbada de un misteriosos halo de clarividencia; adivinos suramericanos de tez cetrina y la mirada huidiza y ambigua de quienes llevan 400 años viendo cómo se terminan dinastías y comienzan esclavitudes en un eterno devenir cuya duración resistía el paso de los siglos y del silencioso conformismo del odio resignado y cobarde; futurólogos norteamericanos, portadores de inmensos legajos de cinta perforada, tarjetas de computador y grabadoras G. E. y toda clase de adivinos, pitonisas, escrutadores del porvenir y perceptores de los acontecimientos que deberían suceder durante los días, semanas y meses del año no comenzado aún.
Sentados en grupos de doce en trece mesas, doce de las cuales representan cada una un signo zodiacal y en la última, en medio del semicírculo formado por los demás, compuesta por los respectivos jefes de grupo y el presidente de la asamblea, se hacía el estudio y clasificación de los sucesos. Una mesa para los terremotos, otra para los asesinatos políticos; la de los huracanes, los accidentes de aviación y los ferroviarios; la de los matrimonios célebres y los divorcios famosos; derrocamientos y revoluciones; escándalos, devaluaciones, muertes importantes y conquistas especiales. Trabajaban febrilmente pues al día siguiente, primero de enero, la prensa del mundo debería registrar con gran despliegue la lista de sucesos que habrían de verificarse durante el fatídico e inmediato año bisiesto de 1972.
Empezó el gran reloj del salón a dar las doce campanadas de media noche cuando los jefes de grupo firmaban los pliegos de predicciones de casa mesa y los entregaban al presidente, quien los metía en su valija negra para leerlos en la conferencia de prensa que tendría lugar a continuación, 20 pisos más debajo de aquel No. 73 del edificio Fortuna. Transcurría apenas el primer minuto del nuevo año y no se habían apagado los acordes de la última campanada cuando la sala toda apareció estallar con horroroso estruendo y la nariz azul y gigantesca del avión, apareció envuelto en llamas por el amplio ventanal y penetró hasta el fondo del piso acompañado de hierros retorcidos, lenguas de fuego, gasolina ardiendo y cuerpos mutilados impulsados como piedras de catapulta por la onda de la fragorosa explosión…
Omar Ospina García
No. 55, Noviembre 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 333