La máquina desintegradora

Un anciano corre por la acera de la calle, su mirada, que de lejos no ve, lanza desde la distancia un agudo deseo de llegar. Los que estamos en la fila lo miramos sin participar en lo más mínimo de sus emociones. El anciano es sólo eso, un estorbo más que podría estar en la fila, adelante o tras de mí, esperando como todos. El sentiría lo mismo si se encontrara en esta situación y mirara correr a un niño hacia acá. Lo aseguro.

El vejestorio tarda en llegar, su desesperación va en aumento a cada débil zancada. Por el otro extremo de la calle una señora apurada le gana el lugar y se convierte en una vértebra más de la serpiente humana que formamos, en espera, para ser desintegrados bajo la promesa cósmica de ser reinstituidos en otro mundo mejor. Ya los primeros botones rojos han sido oprimidos, se deja sentir el calor sofocante y húmedo que desprenden las máquinas. Los robots que habrán de conducirnos a la sala desintegradora vienen en camino.
Escucho súbitamente una voz exasperada que me dice: ¡Joven, joven! ¿Cuánto de tortillas?

Rubén Alvarado
No. 107-108, Julio – Diciembre 1988
Tomo XVII – Año XXIV
Pág. 319

Una carta más

En la separación. Sucedida mucho tiempo después de aquél punto final, William Shakespeare Capuleto le decía en cruel epístola a William Shakespeare Montesco: Somos enemigos porque los dos defendemos el amor.

Rubén Alvarado Pérez
No. 94, Septiembre-Octubre 1985
Tomo XIV – Año XXI
Pág. 806