La ronda

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¡Quién va! —va dijo con voz fuerte y autoritaria el jefe de la ronda que en aquella noche cruzaba por el puente de la Leña.

Y alzando el farolillo que llevaba oculto bajo la amplia capa de bayeta, descubrió a un individuo que, embozado, avanzaba resueltamente, como quien nada teme y trata de imponer su presencia.

¡Paso!, dijo el desconocido sin detenerse y con la voz del que está acostumbrado a que se le obedezca.

Los hombres de la ronda requirieron sus mosquetes y situáronse en el camino del embozado.
El cual, dejando caer la capa que ocultaba su rostro, no se detuvo un momento y mientras que ponía la diestra en el puño de la espada, volvía a exclamar con voz firme y vibrante: ¡paso!
Los soldados de la ronda palidecieron; su jefe bajó del farolillo y el caballero, con fiero fulgor en la mirada, doblaba la próxima esquina, mientras el oficial permanecía profundamente inclinado.

Era don Miguel la Grúa Talamanca y Branciforte, de los príncipes de Carini, Grande de España de primera clase, Caballero de la insigne Orden del Toisón de Oro, Gran Cruz de la Real y Distinguida de Carlos III, Comendador de Bienvenida en la de Santiago, y de Torres y Canena en la Calatrava, Caballero de San Juan, Gentil Hombre de Cámara de su Majestad, con ejercicio, Consejero del Supremo Consejo de Guerra de continua asistencia, Capitán de la Real Compañía Italiana de Guardias de Corps, Teniente General de los Reales Ejércitos, Virrey Gobernador y Capitán General de la Nueva España, Presidente de su Real Audiencia, Superintendente General, Subdelegado de Real Hacienda, Minas, Azogues y Ramo del Tabaco, Juez Conservador de éste, Presidente de su Real Junta, y Subdelegado General de Correos en el mismo Reino.

Genaro Estrada
No. 32, Septiembre 1968
Tomo V – Año V
Pág. 731

El oidor


Le Grand Homme avancait régulièrement,
la tête haute, l´air vague. Ses adsmirateurs
s´arrêtaient pour le regarder…
J. Renard
“Le Vigneron dans su vigne”

Cuando el oidor llegó a las puertas del cielo, echó una mirada a su ropilla negra y, componiéndose la capa como cuando entraba a la Audiencia por la puerta principal del Palacio, llamó con visible autoridad, con el aldabón de bronce.

No se abrieron las puertas, sino una rejilla en la cual apareció, indiferente, la cabeza de San Pedro.

—¿Qué deseáis, hermano? —preguntó el apóstol un poco fatigado, como quien acostumbra repetir muchas veces la misma pregunta.

—Soy un oidor de la Real Audiencia.

—Detallad. ¿Qué cosa es la Real Audiencia? ¿De qué país venís? ¿Qué queréis exponer?

El oidor estaba asombrado. Acababa de morir con gran pompa; el virrey y su corte habían asistido a sus exequias; el Arzobispo habíale dado la absolución; las campanas de todos los templos habían doblado por su alma; los alabarderos rindiéronle honores militares; la Universidad ideó epitafios en latín que se colocaron en el imponente Túmulo, y en los cuales ocupose la crítica, poniéndoles reparos de sintaxis. Dio explicaciones: dijo que era un alto personaje de la Nueva España.

—Esperad un momento —dijo San Pedro, mientras hojeaba las grandes páginas de un atlas Portulano—. A ver: Sicilia… las columnas de Hércules… la Española… el Mar Caribe… la Pimeria… ¡he aquí la Nueva España!

El oidor adivinaba que ya era esperado en el cielo; suponía que dos golpes de alabarda saludarían su llegada; que un paje lo conduciría a través de espléndidos aposentos hasta llegar al que se le había preparado, mientras que era introducido al trono de Dios, en donde se desarrollaría un magnífico recibimiento, con arcos triunfales, sacabuches, atabales y fuegos de artificio.

Sin añadir palabra, San Pedro metió la llave en el cerrojo y abrió la puerta. El oidor penetró, erguida la cabeza, con paso solemne. Fuera del portero, ningún ser humano había allí; nadie lo esperaba; no resonó el golpe de alabarda; el paje no se presentaba, ni distinguíanse por todo aquello escaleras, galerías ni aposentos.

Algo sospechó de pronto. Y para no hacer un mal papel que hubiera deslucido la alcurnia de su persona, acomodose lo mejor que pudo, y requiriendo recado de escribir, púsose gravemente a redactar sus memorias.

Genaro Estrada
No. 117, Enero-Marzo 1991
Tomo XX – Año XXVIII
Pág. 117

Genaro Estrada

Genaro Estrada Félix

(Mazatlán, Sinaloa, 2 de junio de 1887 – Ciudad de México, 29 de septiembre de 1937)

 Fue un diplomático, periodista, bibliófilo y escritor mexicano.

Estrada nació en Mazatlán, Sinaloa, donde trabajó como periodista, colaboró para los periódicos El Monitor Sinaloense y el Diario del Pacífico redactando temas literarios e históricos. Fue corresponsal de guerra en el estado de Morelos. Se mudó a la Ciudad de México en 1912, donde impartió clases como profesor en la Escuela Nacional Preparatoria. Fundó la efímera revista Argos y continuó su labor periodística colaborando para la Revista de Revistas.

Estrada fue secretario general de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. Como bibliófilo, publicó de forma póstuma la obra Apuntes para la historia de Sinaloa de Eustaquio Buelna; localizó y difundió fuentes documentales para la historia social y literaria de México, a la manera de Francisco Sosa Escalante y Joaquín García Icazbalceta. Fue coleccionista de buenos libros y manuscritos raros, sus amigos le llamaban «el Gordo».

Colaboró con el gobierno de la República, en la era posterior a la Revolución mexicana, fue jefe de la Oficina de Publicaciones de la Secretaria de Industria y Comercio en 1917. Ocupó la Oficialía Mayor de la Secretaría de Relaciones Exteriores en 1921. Seis años más tarde fue nombrado subsecretario y de 1930 a 1932 fue el titular de la cancillería, durante ese período elaboró la llamada Doctrina Estrada, la cual presentó a la Sociedad de Naciones y que él quería llamar Doctrina Mexicana A principíos de la década de 1930, fue embajador en España, Portugal y Turquía.

Fue profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua. Fue uno de los miembros fundadores de la Academia Mexicana de la Historia, ocupó el sillón 12 de 1919 a 1937. También publicó una novela, Pero Galín (1926), y cuatro libros más de poesía satírica y política. Murió en la Ciudad de México el 29 de septiembre de 1937. En 1973 fue declarado Hijo predilecto del estado de Sinaloa. Sus restos fueron trasladados a la Rotonda de las Personas Ilustres en 1977. El 24 de octubre de 1996 su nombre fue inscrito en letras de oro en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión[1].

 

El biombo


A aquel árbol, que mueve la foxa, algo se le antoxa.
D. Hurtado de Mendoza. —Cossante.

Ardía la fiesta en la casa del oidor don Francisco de Ceynos. Ya habían llegado el virrey y su consorte, el Visitador y la Real Audiencia, y ya doña Leonor Carreto, la virreina, terminaba su segunda contradanza.

La hija del oidor estaba encendida con las emociones de aquella noche. Había cambiado con su galán breves palabras que nadie advirtió con el ruido de la fiesta. Apenas iniciado un momento de reposo, la señorita de Ceynos dijo en voz alta a su acompañante:

—Os digo que vayáis a aquel aposento a buscar mi abanico…

Y como el caballero no regresara al punto, agregó:

—Yo misma iré a buscarlo.

—No está aquí el abanico, —dijo el caballero en cuanto vio entrar a la dama.

Y ella, más encendida todavía, repuso:

—En efecto… perdonad… está detrás de ese biombo.

Y al punto ambos se dirigieron a aquel sitio.

Era un biombo chinesco, en cuyas hojas de seda negra, hilos multicolores habían bordado escenas de la corte de España, con anacrónicos trajes de Asia.

Los músicos preludiaban la pieza siguiente cuando la pareja abandonaba la dulce intimidad del aposento.

Sin embargo, el abanico, había quedado olvidado, de nuevo, detrás del biombo.

Genaro Estrada
No. 34, Marzo 1969
Tomo VI – Año IV
Pág. 220