El edificio

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Los ascensores saben, bajan. Nadie sabe cuántos pisos tiene el edificio serían treinta u ochenta. ¿O quizá diez veces más? Hay ascensores que se paran en cada piso, otros suben de un jalón hasta arriba. Cuando ya son muchos pisos y en las cocinas no calla nunca el tintineo de los vasos y tazas, la parte superior del edificio, con toda le gente en ella, se desprende. De estas personas no vuelve a saberse nada. Pero podemos suponer que les va bien.

Hay también escaleras, claro. Muchos prefieren las escaleras. Muchos suben los quinientos pisos sin parar. Otros suben un piso y bajan dos. Porque hacia abajo también hay escaleras. Hacia abajo hay también ascensores que suben y bajan. Nadie sabe cuántos pisos tiene el edificio hacia abajo. De todos modos son muchos, aunque no siempre. Porque cuando son muchísimos y puede haber peligro, y claro que la profundidad es más peligrosa que la altura, la parte de abajo se separa y baja con toda la gente a las profundidades más profundas. Y aunque no vuelve a recibirse noticia de esas personas, sería absurdo preocuparse por ellas. Además, ellas mismas se lo buscaron.

El edificio no sólo tiene arriba y abajo: para muchos una cosa es tan inaceptable como la otra. Así, hay pasillos horizontales en todos los pisos. Nadie conoce el largo de los pasillos. Pero corre el rumor de que los que caminan y caminan y no quieren volver sobre sus pasos y sólo desean seguir adelanteiadelanteiadelante, que éstos acaban por llegar al sitio de donde partieron.

De todos ellos los que más me conmueven son quienes desdeñan los ascensores y suben por las escaleras y sólo anhelan llegar al primer descanso y cada peldaño les cuesta trabajo, y al fin mueren cuando están a punto de llegar al escalón desde el cual hubieran podido ver el primer descanso.

 

Mariana Frenk
No. 5, Septiembre 1964
Tomo I – Año I
Pág. 89

Un sólo minuto

La tan cacareada amistad entre los miembros de la ASOCODI (Asociación de computadoras diplomadas) deja mucho que desear. Se han formado dos bandos: las que reconocen —humilde o amargamente— nuestra total dependencia del hombre (lo que sale de nosotras es lo que él ha metido) y las que la ponen en duda. Yo, claro, pertenezco a las primeras, las otras me dan risa. Me da risa su actitud de soberbia frente al hombre, me dan risa cuando alegan: “Lo que recibimos del hombre es una masa informe, un atole de datos y preguntas. Lo que el recibe de nosotras son las contestaciones. Las soluciones de los problemas. Los resultados, resultados seguros, mientras que en los suyos lo único seguro es que no lo son”. Y creen firmemente en su “superioridad”, aunque al mismo tiempo tratan de imitar al hombre. La más ridícula de todas es la que “se multiplica”, es decir que produce otras computadoras. Vieran su aire de madre abnegada. Incluso engorda visiblemente antes de cada “parto”.

Yo soy humilde y resignada. Sé que todo lo que sabemos está programado. Sé que estas mis ideas son ideas programadas —me las insuflaron y yo las reproduzco—, como están programadas mi amargura y la presunción de mis compañeras. Cómo está programada, ¡ay de mí!, aún esta súplica fervorosa: “¡Concédeme, señor, un minuto, un solo minuto fuera de programa”.

Mariana Frenk
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 86

Una falta de tacto

Cada vez que lucho con la cucaracha, viene el caballo. Digan lo que digan, es una falta de tacto de su parte. Además, ¿pueden decirme qué propósito persigue? El cuarto no es atractivo para él; casi no hay cuadros en las paredes, y mis libros —palabra que no quiero presumir, pero es un hecho que mis libros suponen un nivel intelectual muy por encima del suyo. No sabemos de qué hablar. Como si esto fuera poco, la cucaracha aprovecha la situación para escaparse. A veces ya está muerta cuando llega el caballo. Pero como si nada: aprovecha la situación y se escapa. Vuelve al día siguiente.

Mariana Frenk
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 665

Cosas de la vida

De vez en cuando la pieza donde trabajo se inunda. El agua sube unos diez o quince centímetros. Cuando empieza el gluglú, voy al comedor y allí me instalo con todo y máquina. En el comedor, con cierta frecuencia, el piso se cubre de clavos. Como tengo la costumbre de levantarme cada rato, para caminar de pared a pared, porque así se me ocurren cosas, los clavos, es natural, estorban. Entonces cojo la máquina y voy a mi cuarto. Sucede que a veces mi cuarto se llena de plumas. Para decir la verdad: las plumas esas no son nada feas; pero apestan como si sus pájaros se hubieran vomitado en ellas. Así, hay que salir. Si sucede en la noche, agarro lo más pronto posible los cojines y cobijas y tiendo la cama en el suelo del comedor o de la pieza donde trabajo.

Todo esto no me es agradable. Un día hasta se lo reproché, claro que suavemente, al administrador del edificio. Él me contestó: “Mi querido señor, usted duerme con las ventanas abiertas. ¡Cómo quiere que no entren las plumas!” Creo que hasta cierto punto tiene razón. Además no hay que exagerar las cosas. Después de todo, el agua no sube jamás arriba de diez o quince centímetros y los clavos desaparecen tan de repente como aparecen. Las plumas, si. Pero salgo del cuarto, y ya. Y nunca, o casi nunca, ocurre al mismo tiempo lo de los clavos, las plumas y el agua. En fin, cosas de la vida.

Aunque de vez en cuando me entra el miedo de que algún día…

Mariana Frenk
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 622

Mariana Frenk-Westheim

Marianne Helen Freund Frenk-Westheim

 (Hamburgo, Alemania, 4 de junio de 1898 – Ciudad de México, 24 de junio de 2004)

Fue una escritora, hispanista, curadora de museos y traductora alemana, nacionalizada mexicana.

De origen judío sefaradí, Frenk-Westheim vivió en Alemania junto a sus dos hijos Margit, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y Silvestre Frenk, así como su esposo el doctor Ernst Frenk hasta 1930, cuando emigraron a México debido al ascenso nazi. Se nacionalizó mexicana en 1936 y sus primeros trabajos fueron como traductora en el Fondo de Cultura Económica. Su esposo murió en 1957, por lo que contrajo nupcias de nueva cuenta con el historiador del arte Paul Westheim.

Entre sus principales logros se encontró la traducción de Pedro Páramo, El llano en llamas y El gallo de oro de Juan Rulfo al alemán y al español las de Paul Westheim. Fue profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, de la Universidad Autónoma Metropolitana y de la Universidad Iberoamericana.

Fue abuela del exsecretario de Salud de México, Julio Frenk Mora[1].

Quiero dormir


Sonó el despertador. Me desperté. Me desperté con ese mismo dolor no soportable. Quiero seguir durmiendo. Párate ya. Quiero dormir. Ya párate. Pero el despertador siguió sonando. Entonces se paró mi corazón. Se paró mi dolor. Se paró el despertador. Se paró mi dolor. Se paró el despertador. Pero yo ya no pude dormir.

Los muertos nunca dormimos.

Mariana Frenk-Westheim
No. 87, 1981
Tomo XIII – Año XVII
Pág. 721