El viaje

Se miró en el cristal de la ventanilla. Los árboles y los postes, árboles muertos, desfilaban en una carrera veloz. El traca-traca del ferrocarril lo fue adormeciendo. Sus ojos claros, verdes o azules según su estado de ánimo, se ocultaban tras los párpados.

—Me faltan tres horas para llegar —escuchó que pensaba. Y se sumió en un sueño inquieto.

A ratos recobraba la conciencia. Como iba solo en un camerín no se avergonzaba de haberse dormido. La revista que llevaba estaba en el suelo alfombrado. El nudo de la corbata se encontraba descentrado y sus ojos estaban enrojecidos.

—Debo llegar. Debo llegar —era un resto de conciencia lo que lo mantenía despierto.

—Me esperan. De seguro María se encuentra en la estación. Y los niños. Ah, la vieja Andrea que me cuidaba de pequeño. Porque yo fui niño. Y corría. Y amaba la lluvia —recordó que tenía sed y se mojó los labios.

—El cristal es irrompible —prosiguió cambiando de tema, —y las paredes tan suaves, tan acogedoras —intentó moverse pero no pudo hacerlo.

—De seguro estoy dormido y todo es producto de la imaginación.

En el exterior el sol hería más que calentaba. Calcinaba las pequeñas hojas de la milpa que no crecería nunca.

—Debo llegar —insistió— debo llegar. Los niños me esperan para jugar. La casa con los corredores largos, y esas habitaciones altas y ventiladas— miró el cubículo donde se encontraba.

—Aquí me siento preso —cerró los ojos y durmió. De vez en cuando su lengua seca trataba en vano de mojar los labios.

Durmió hasta llegar a la estación. Ahí se abrió la puerta del camerín. Entraron dos hombres vestidos de blanco y tomándolo uno de cada brazo lo sacaron al pasillo. En el patio de la estación una camioneta pintada de blanco con un letrero en negro “Sanatorio de recuperación mental”, esperaba.

Amalia Álvarez González
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 676