“Viejo océano, eres símbolo de la identidad”.
Lautréamont
Un tiempo, un tiempo unívoco e incontrastable necesitaba Martín para reponerse de aquella fatalidad de tanto sol. Sentía —era una sensación recurrente— la perpetuidad de los movimientos escénicos entumeciéndole las pantorrillas, estrechándole las manos, limitándole el habla. Caminaba fastidiado, con cierto desasosiego, pero no representaba. No esta vez que la constante de su soledad lo devolvía —como a esos guijarros que depositaba el mar— a pensamientos únicos, originales.
El mar estaba laxo y en gran retirada arrojaba la resaca espumosa, lívida, cediendo al viento. Nuevamente el mar, ese imaginado telón azulenco de flamígeros destellos (brevísimos, lo remitía al impulso de toda actuación).
Avanzó entonces hasta donde la playa formaba una curiosa depresión rectangular, acaso un escenario, y quedó ensimismado en un montículo macilento, inorgánico, que apenas se cubría la arena. Permaneció unos segundos hasta que el viento fue renovando las partículas que ocultaban lo que había sido un pez. Se agachó, lo tomó con la mano derecha hasta elevarlo a la altura de la línea del horizonte y memorizó una letra conocida: “actuamos, nada tiene convicción de vida”.
La tarde, por ese viento bajo y arrachado, esa ventisca suplicante tan frecuente en aquellas playas, había comenzado a destemplarse. El aleteo sordo de los cormoranes se escuchó muy tenue. “Como un aplauso”, comparo Martín. Y suspendió su vista bien alto, igual que siempre y que todas las noches. El rumor se extendió lentamente. Comprendió finalmente que la tarde se iba y que las articulaciones le dolían menos. Tomó aire y caminó hacia donde la arena se humedecía. La situación le pareció repetida, los detalles también.
“Todo habrá pasado”, pensó.
Y se internó para nunca más volver.
José Gabriel Bañez
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 195