Los vibros

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Los vibros aman el agua, bucean para coger esponjas, acaban con los tiburones y los pulpos. Vuelven al anochecer, sin haberse secado, con el cuerpo azulado de fosforescencias. Sus mujeres dan a luz en una barca, pues encuentran en los movimientos del mar las fuerzas necesarias para expulsar al niño que desea nacer.

Henri Michaux
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 136

Henri Michaux
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 437

Panorámica del que le dio por ir hasta San Victorino

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El hombre llega hasta las dragas de la doce por los lados de San Victorino, se detiene un instante y por obligación respira el aire con sabor a hígado asado, mira a los lados y con la mano en el bolsillo para que no lo roben, se hecha a andar por entre todo el mundo. Se deja ofrecer las yerbas, los ungüentos, los radios transistores, las pomadas y condones lubricados; en alguna parte se para un momento y se mide una gafitas, mira hacia el otro lado de la calle y allá, al fondo, oscurecidas por el vidrio, las puticas esperan a la puerta del hotel mientras conversan; deja las gafas y se llega al estante de los indios que hablan jerigonza y se ríen de la gente. El hombre siente como vergüenza de andar por ahí mirando nada más y empieza a alejarse lentamente

De repente se encuentra pensando en las cosas que tiene que hacer la gente para comer dos veces diarias.

Gustavo Mejía
No. 67, Octubre-Diciembre 1974
Tomo XI – Año XI
Pág. 53

Gustavo Mejía
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 147

El Upir

Ella, erguida, el pelo largo y suelto, dijo que, se iba, él respondió que muy bien, y ella caminó hasta la puerta. No sé qué es el amor, dijo él con toda la petulancia que asumía en esos momentos, nunca he amado. Es inútil, pensó ella, hace mucho que es inútil. A unos cuantos pasos estaba la calle con su ruido a gente, a hojas de árbol, libres con el viento, y a vida que transita. En el momento que ella abrió la puerta fue el primer golpe, trató de defenderse cubriéndose la cara con las manos, pero otro golpe la derribó. El mundo se hizo confuso, como girar en un carro de feria. Cuando no era más que una masa sanguinolenta, viscosa, reducida a la posición de feto, los brazos y las piernas vueltos hacia adentro, el pelo enmarañado de muñeca rota, y las facciones informes bajo la sangre, él se arrodilló gritando: ¡Te amo!

Yolanda Argudín
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 256

Los beneficios de la costumbre


Esta tarde el techo de mi casa podría caerse. Podría caerse sobre mi cabeza. Abrir un hoyo en el piso y arrastrarme bajo tierra. Diez, veinte, treinta metros bajo tierra, lo suficiente para no volver a salir de allí. ¿Quién ha dicho que el aire o la luz son necesarios? ¿Quién se ha empeñado en hacernos vivir entre los otros? Esta tarde no ha sucedido absolutamente nada y es precisamente eso lo que la hace especialmente detestable. Las cosas sólo suceden en los periódicos, nunca en un rostro o en un cuerpo. Las caras de la gente con la que me cruzo por las calles son exactamente las mismas de ayer o de hace un mes o un año. Nadie se atreve a detenerse un día a mitad de la calle y abofetear al primero que pase o sacarse el pito y mear junto a un farol entonando in tota voce el “Adios a la vida” de la Tosca. Nadie fuma los cigarrillos al revés o camina de cabeza. Nadie compra el periódico y se sienta a cagar (y a leerlo plácidamente) a mitad del zócalo. Esta tarde es exactamente como todas las tardes. ¿Quién puede negarlo? Y después de vivir treinta o cuarenta años con la corbata al cuello y el maletín bajo el brazo, no me cabe la menor duda que terminaremos por acostumbrarnos. Nos hemos acostumbrado a tantas cosas: la bomba atómica, por ejemplo, las fábricas, los campos de concentración o una bonita lámpara de piel de judío. ¿Por qué no acostumbrarnos a una tarde como ésta?

Armando Pereira
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 254

Entonces

…ya en Josafat, ante la infinita muchedumbre de todos, buenos y malos, culpables y jueces, ignorando el juicio de los hombres, y a pesar del berrinche que hicieron unos que esperaban ver condenados a otros, Dios perdonó con un sólo gesto: de un manotazo borró el infierno.

Eduardo Gurría
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 237

Fin de metástasis

Se cuela por la nuca y ocupa sus dominios, opacando con su vaho el mundo. Entonces hay que correr al botiquín a atragantarse de calmantes, como si a él le importara.

Para evitarlo, surge el contorsionista y queda mi cuerpo de feto apretando su cabeza contra el muro. Así consigo disminuirlo, pero sólo mientras regresa el alud de carne fundida a dejarme como un puro dolor flotando en mi miedo de suicida.

El consuelo de otros pica como taladro de vidrio en el centro mismo del tumor. Toda luz es punzo cortante, pero detrás de los párpados sólo hay giros afelpados, motas brillantes que ruedan y surgen como lluvia sobre un farol, haciéndome volver cuando el vómito me cierra las fosas nasales.

Con el cáncer jineteándome alguien me abraza, y yo el dolor, atrincherados detrás de los lentes negros, nos alejamos gesticulando, convencidos de la eternidad del tiempo.

Ahora resoplo acunado en un rincón del baño, pues él se desliza por mis tendones llenándome los ojos de agua incomprimible, inclinándome la cabeza, con estas sus carreras que son un alivio peligroso.

Pavlov y el perro me rompen agujas en los nervios.

En el espejo no reconozco los cuatro ojos vidriosos que se miran como esperando ansiosos el sopor que hay allá donde nunca alcanzaron a mirar.

Rodolfo Gracida Solano
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 227

La sorpresa

No me quise asomar por el ojo de la cerradura, pese a la innegable atracción que esto representa, no, yo abrí la puerta de golpe. Hacía tiempo ya que tenía el presentimiento ó a la mejor era algo tan obvio que cualquiera esperaría la sorpresa.

Azucena (así se llamaba) llegó una tarde luminosa a alegrar esta (antes) triste casa. Todavía es esta época hay personas a las que les parece inmoral esto, pero a ella me la vendieron casi recién nacida.

Fue creciendo bajo el tierno cuidado de mi tía Jacinta y también, claro, bajo su severa vigilancia. Cuando llegó a la juventud, cuando llegó a la edad en que la sangre les mana incontenible, era tan bonita que hasta peleas se suscitaban por ella a las puertas de la casa. Nuestra intención no era dejarla para siempre sin compañero, pero había que elegir bien, no iba a ser con cualquiera.
Nunca supimos cuando y con quien fue.

Yo no lo creía, pero ella empezó a estar muy inquieta, perdió el apetito y se puso hasta agresiva. No cabía duda, estaba esperando. Mi tía nada me dijo. Ese día que les digo que abrí la puerta (qué pena, pero ella dormía en mi recámara), escuché como pujaba la pobre y ella al verme me lanzó una mirada de orgullo y de ternura.

Parió seis hermosos cachorrillos samoyedos que parecían muñecos de peluche, ya los tenía come y come. Me acerqué con cuidado, acaricié su cabeza y ella presurosa lamió mis manos con su lengua tibia.

Hugo Jiménez Jiménez
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 226

El hombre y el cuervo


Encontrar otro mundo no es únicamente un hecho imaginario. Puede ocurrirle a los hombres. Y también a los animales. A veces las fronteras se deslizan o se confunden: basta con estar allí en aquel momento. Yo presencié cómo le ocurría esto a un cuervo. Este cuervo es vecino mío. Jamás le he hecho el menor daño, pero tiene buen cuidado en mantenerse en la copa de los árboles, volar alto y evitar la humanidad. Su mundo empieza donde se detiene mi débil vista. Ahora bien, una mañana, nuestros campos se hallan sumidos en una niebla extraordinariamente espesa, y yo caminaba a tientas hacia la estación. Bruscamente, aparecieron a la altura de mis ojos dos alas negras y enormes, precedidas de un pico gigantesco, y todo se alejó como una exhalación y con un grito de terror como espero no volver a oír otro en mi vida. Este grito me obsesionó toda la tarde. Llegué hasta el punto de mirarme al espejo, preguntándome qué habría en mí de espantoso.

Por fin comprendí. La frontera entre nuestros dos mundos se había borrado a causa de la niebla. El cuervo, que se imaginaba volar a su altura acostumbrada, vio de pronto un espectáculo sobrecogedor, contrario para él a las leyes de la Naturaleza. Había visto a un hombre que andaba por los aires, en el corazón mismo del mundo de los cuervos. Había presenciado una manifestación de la rareza más absoluta que puede concebir un cuervo: un hombre volador.

Ahora, cuando me ve desde arriba, lanza unos pequeños gritos, y yo descubro en ellos la incertidumbre de un espíritu cuyo universo se ha desquiciado. Ya no es, ya no volverá a ser jamás como otros cuervos.

Loren Eiseley
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 223

Palabras

En el transcurso de la primera noche, mientras desenredaba el hilo de su primer cuento, una sombra empezó a nublar la habitación. Olía a sombra fresca, húmeda, silvestre. Pero nadie se percató de ello, ni siquiera el astuto sultán, quien se jactaba de reinar en el país de las sombras.

Durante la segunda noche la sombra se concretó en un enjambre de mariposas blancas, que revoloteaban por todo el suntuoso salón donde ella esparcía el polen de sus cuentos. Nadie advirtió que las mariposas habían salido de sus labios, escondidas entre los jazmines de su aliento. Y nadie advirtió tampoco que desaparecieron cuando ella terminó de hablar.

Durante las noches siguientes el palacio entero estuvo lleno de mariposas blancas, rojas, amarillas y azules. Y todos las veían mientras ella prodigaba sus palabras en el viento, pero nadie se preguntaba de dónde habían salido ni quién había construido la red milagrosa de sus alas.

Al llegar la noche número mil, las mariposas rodearon su frágil cuerpo. Cuando ella finalmente guardó silencio, desaparecieron igual que la luz del día al huir el sol, y entonces todos advirtieron, con tardío asombro, que Scherezada también había desaparecido.

Perla Aguilar Plata
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 219

Los Kalakies


El pueblo es peleón hasta el punto de que se han tenido que prohibir las conversaciones. Se producían demasiados golpes y heridas mortales. En poco tiempo el país habría quedado despoblado.

¿El problema del matrimonio?… Uniones cortas, lo más cortas posibles.
En cuanto a que marido y mujer vivan juntos, eso nunca ha podido plantearse. Sería una verdadera provocación que no podría terminar más que en una rápida defunción.

En realidad sólo quedan unos pocos Kalakies.

Henri Michaux
No. 91, No. de 20 Aniversario – 1984
Tomo XIV – Año XX
Pág. 442

Henri Michaux
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 214

Mujeres babilonias


La costumbre más infame que hay entre los babilonios, es la de que toda mujer natural del país se prostituya una vez en la vida con algún forastero, estando sentada en el templo de Venus. Es verdad que muchas mujeres principales, orgullosas por su opulencia, se desdeñan de mezclarse en la turba con las demás, y lo hacen es ir en un carruaje cubierto y quedarse cerca del templo, siguiéndolas una gran comitiva de criados. Pero las otras, conformándose con el uso, se sientan en el templo, adornada la cabeza de cintas y cordoncillos, y al paso que las unas vienen, las otras se van. Entre las filas de las mujeres quedan abiertas de una parte a otra unas como calles, tiradas a cordel, por las cuales van pasando los forasteros y escogen la que les agrada. Después que una mujer se ha sentado allí, no vuelve a su casa hasta tanto que alguno le eche dinero en su regazo y sacándola del templo satisfaga al objeto de su venida. Al echar el dinero debe decirle:”Invoco en favor tuyo a la diosa Mylitta”, que este es el nombre que dan a Venus los asirios: no es lícito rehusar el dinero, sea mucho o poco, porque se le considera como una ofrenda sagrada. Ninguna mujer puede desechar al que la escoge, siendo indispensable que le siga, y después de cumplir con lo que debe a su diosa, se retira a su casa. Desde entonces no es posible conquistarla otra vez a fuerza de dones. Las que sobresalen por su hermosura, bien presto quedan desobligadas; pero las que no son bien parecidas, suelen tardar mucho tiempo en satisfacer a la ley, y no pocas parecen allí por el espacio de tres y cuatro años.

Herodoto
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 218

Parábola


El discípulo hace llegar al sabio que vive perdido en el bosque un pedido para ir a verlo. Y el sabio le responde: “Claro, venga… venga a verme”. Sólo que el camino es muy largo. Sin embargo, el discípulo sale. El camino está constantemente sembrado de obstáculos y, seguramente, es el maestro el que los coloca. Pero el discípulo llega al final, supera todos los obstáculos y se presenta ante el maestro, entonces, ambos se encuentran como iguales, como pares. Porque lo que importa, en definitiva, no es el maestro sino el camino.

Henry Miller
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 215

Navidad

La mujer era rubia y delgada. Recibió la carta en las últimas horas de la tarde e inmediatamente se vistió y fue. Nadie la detuvo en la entrada. Un hombre gordo estaba sentado en una silla de madera, cerca de los ascensores. Estos eran viejos, con botones verdes en el comando. De un verde muy pálido. La luz, dentro del habitáculo, era fuerte y amarillenta. Tocó el botón del cuarto piso y las puertas se cerraron. Hubo chirridos metálicos hasta que, silenciosamente, el ascensor se detuvo. Se encontró en un corredor mal iluminado. Fue hasta una de las puertas y golpeó. Esperó. Nadie contestaba. Golpeó nuevamente y esperó largo rato. Dio media vuelta y regresó al ascensor. Llamó dos veces. La luz indicaba que se había detenido en el segundo piso. Llamó de nuevo, con insistencia, pero el ascensor permaneció en el segundo piso. Fue hasta el otro ascensor y esperó que llegara. Subió a él. Marcó el botón de la planta baja, pero el elevador continuó ascendiendo. Se detuvo en el piso 24. Sin saber por qué, salió. El ascensor cerró sus puertas y descendió. Había un silencio total en el corredor donde se encontraba ahora. Llamó al otro ascensor, sin éxito. Comenzó a caminar por el corredor escuchando el retumbar de sus propios pasos en las oficinas vacías. Al llegar al fondo había otro corredor. Se detuvo. Miró un momento y luego comenzó a regresar hacia los ascensores. El otro pasillo tenía piso de goma, con canaletas. Miró su reloj. Eran las once, pero no sentía hambre. Se paró frente a los ascensores y los miró un momento. Sintió frío. Caminó unos pasos y vio una escalera. Fue hacia ella. La escalera era de mármol, muy vieja y con gran separación entre los escalones. A un costado se abría un patio, donde había muchas plantas en macetas, y una galería de metal y vidrios gruesos, que parecía muy antigua. Fue hacia la escalera y empezó a subir. Cuando ya había hecho un tramo, miró hacia arriba y vio que los escalones iban haciéndose cada vez más estrechos, hasta terminar en una ventanita de rejas por donde entraba un poco de luna. Se quedó un momento quieta. Luego fue bajando con dificultad, porque tenía zuecos y la escalera estaba empinada. Al llegar al último escalón, se sentó. Puso la cabeza entre sus manos y entonces lloró. Era navidad.

Jorge Ávila
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 209

De vuelta a casa

Norma sacó la cartera y preguntó frente a la caja:

—¿Cuánto es?

—Quinientos sesenta.

—Permítame, señorita, por favor. Era una voz varonil sobre su hombro. Norma alisó su pelo discretamente mientras volvía la cabeza para dar las gracias. Se sintió halagada. Recordó que tenía los puntos de la media corridos. Se enderezó sumiendo el estómago y sonrió.

—¿Me permite llevarla?

El olor a lavanda la envolvía.

—Vivo muy cerca.

—Pero está empezando a llover.

Se dirigieron a un Mustang y ella se arrellanó en el confortable asiento.

(Bendita lluvia. Por mí que llueva cuarenta días y cuarenta noches. El tapiz parece de terciopelo. No puedo llegar a casa con este hombre, si lo ve Ernesto tendré problemas.)

—Es en esta calle.

(Puedo decirle que vivo en la casa de la esquina. Ojalá me invitara a cenar, y luego a bailar, ésa sí debe ser vida. ¡Que distinto!)

—¿Y cómo va Susanita en sus clases?

—¿Susanita?

—Susana del Río

—Su… Susana… ¿es usted su papa?

—Si, maestra. ¿No me recuerda? En la última junta de Padres de Familia.

—Ah, sí… Bien… va bien. Es aquí.

Teresa De Riggen
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 203

Por la vertiginosa pendiente de las ciudades

Deseo despierta bajo las sábanas húmedas de sueño y de semen. Deseo bosteza. Deseo camina hasta el espejo y contempla sus enormes ojeras. Contempla la ciudad inmensa, cosmopolita, gris. Escucha las voces, los claxons, las sirenas de las fábricas, las trompetas y los tambores. Escucha la confusión de las lenguas. Deseo orina en el lavabo y el burbujeo amarillo y caliente lo hace reír. Deseo ríe y orina y contempla y escucha y defeca. Deseo saca la lengua por la ventana y prueba la suave textura del aire. Deseo baja (o sube) a la ciudad. Camina los parques y las calles, camina las gentes que lo cruzan inadvertidas, siguiendo una baba del diablo o un pagaré. Deseo salta y se asoma a los ojos abúlicos del adolescente. Deseo respira. Reconoce un espacio del que fue expulsado, reconoce y respira como engulléndolo. Deseo está en los pies que lo caminan. Es el paso y la voz, es el grito. Flota en el aire, ubicuo, como el fantasmático globo rojo de la infancia. Emerge de las alcantarillas. Desborda las casas y los parques. Deseo se instala en los intersticios de las palabras. Deseo toma (por asalto) la palabra. Dice su nombre y es el nombre. Deseo designa. Y transfigura. Deseo es espejo que desvela el rostro otro de la ciudad. Abre puertas y ventanas, como vulvas, y devora. Abre las piernas de esta página y te mira.

Armando Pereira
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 202

El edén

Pidió el profeta que lanzara la primera piedra quien se sintiera libre de pecado (y se sonrió complacido de su astucia). Fue una muerte misericordiosa: sepultado en un instante por un diluvio de piedras, una por cada habitante de la tierra.

Guillermo Farber
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 200

Un fallo inesperado

—Sin titubear he tocado a las puertas del Cielo, he sido una mujer muy casta en la tierra, mi sitio es aquí.

—Espera —dice San Pedro —hay que hacer ciertos trámites de rutina, ahora son muy rápidos con el auxilio de las computadoras celestiales, en una hora sabrás si el Jurado Calificador de Buenas Obras determina tu ingreso inmediato o tienes que pasar varios años en el purgatorio para que el sufrimiento purifique tu alma.

—Ficha 215, el fallo del Jurado es en siguiente:

“Conservar la virtud sin sacrificio no tiene mérito, esta mujer es frígida, deberá pasar 10 años en el purgatorio antes de trasponer las puertas de la gloria».

María Elena Solórzano
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 198

Pleamar

“Viejo océano, eres símbolo de la identidad”.
Lautréamont

Un tiempo, un tiempo unívoco e incontrastable necesitaba Martín para reponerse de aquella fatalidad de tanto sol. Sentía —era una sensación recurrente— la perpetuidad de los movimientos escénicos entumeciéndole las pantorrillas, estrechándole las manos, limitándole el habla. Caminaba fastidiado, con cierto desasosiego, pero no representaba. No esta vez que la constante de su soledad lo devolvía —como a esos guijarros que depositaba el mar— a pensamientos únicos, originales.

El mar estaba laxo y en gran retirada arrojaba la resaca espumosa, lívida, cediendo al viento. Nuevamente el mar, ese imaginado telón azulenco de flamígeros destellos (brevísimos, lo remitía al impulso de toda actuación).

Avanzó entonces hasta donde la playa formaba una curiosa depresión rectangular, acaso un escenario, y quedó ensimismado en un montículo macilento, inorgánico, que apenas se cubría la arena. Permaneció unos segundos hasta que el viento fue renovando las partículas que ocultaban lo que había sido un pez. Se agachó, lo tomó con la mano derecha hasta elevarlo a la altura de la línea del horizonte y memorizó una letra conocida: “actuamos, nada tiene convicción de vida”.

La tarde, por ese viento bajo y arrachado, esa ventisca suplicante tan frecuente en aquellas playas, había comenzado a destemplarse. El aleteo sordo de los cormoranes se escuchó muy tenue. “Como un aplauso”, comparo Martín. Y suspendió su vista bien alto, igual que siempre y que todas las noches. El rumor se extendió lentamente. Comprendió finalmente que la tarde se iba y que las articulaciones le dolían menos. Tomó aire y caminó hacia donde la arena se humedecía. La situación le pareció repetida, los detalles también.

“Todo habrá pasado”, pensó.

Y se internó para nunca más volver.

José Gabriel Bañez
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 195

El monstruo

Hablaba a sus alumnos de psicología de aquel monstruo que recorría diariamente la ciudad dentro de su caparazón de fierro.

No se sabe ya, decía, si tiene pies o si caminó alguna vez, pero lo cierto es que se muestra terriblemente impaciente con los peatones que se cruzan en su camino; es como si desde la altura de su forro metálico ya no pudiera ver piernas y zapatos ni notar la diferencia de velocidad entre él y los demás.

Cuando los semáforos le dan el “siga” se desboca sobre el asfalto hasta que crujen las láminas y tornillos de su segunda piel. Completamente cerrado al exterior, el monstruo vive una realidad distinta, inmerso sólo en el ruido de la cajita estridente que lo llena de sensaciones vagas.

Tiene este ser una inhibida intimidad que aflora mientras aprieta el acelerador; entonces habla con libertad y el interlocutor mudo del cristal de enfrente lo conoce, a veces, como ser humano.

Con los ojos perdidos, seguía hablando el maestro al terminar el tiempo de clase y aún mucho después. Dense cuenta, gritaba, esta especie animal es capaz de oscilar del letargo romántico al ritmo de la velocidad, a la cólera absoluta ante la luz roja de un semáforo; padece siempre el peligro de un estado esquizofrénico.

El motor ultrarevolucionado del auto acompasaba sus gritos: ¡Imagínese, en ese estado de demencia, bien podría el alma de un objeto entrar al cuerpo del animal!

Sus pies nerviosos y torpes empezaban a perder la alternancia de los pedales, hasta que el ruido entero se detuvo de un golpe frente a la puerta de su casa.

Entonces quiso bajar del auto, pero su piel de lámina se pegaba a las piernas y brazos de goma que estaban por fin estáticos sobre el pavimento.

Guadalupe Olalde
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 191

Indecisión

El viento inmemorial se agitaba con violencia y hacía remolinos aquí y allá. Penetró algunos metros en la gruta arrastrando tras sí un polvillo de arena con el que, suspendido, formó un montón del tamaño de un puño y, lentamente, fue fabricando un hombrecito ya vestido con ropas exiguas y raídas y que, sin embargo, blandía una lanza azul de una delicada transparencia. No bien estuvo conformado inició el humúnculo una decidida marcha hacia el oscuro interior de la caverna. A los pocos pasos, la alabarda vítrea comenzó a iluminar potentemente todo el misterioso camino dentro del inmenso antro, negro e infinito. El hombrecito parecía muy pálido bajo la iluminación de su lanza pero se le veía fuerte e inagotable. Pasó por entre enormes peñas, por aluviones y minas; cruzó montañas y ríos; enfrentó bestias y demonios. Todo con una determinación inquebrantable. Holló, además, la tierra con marcha incontenible y el propósito de ira hasta el final para encontrar el amor. Ninguno de los más feroces obstáculos ni de las más sutiles ilusiones pudieron separarlo de su designio. Recorrió siete mil veces mil noches y siete mil veces mil días la mayor extensión posible del laberinto, y finalmente, encontró la salida de la espelunca, más allá de la cual estaba el paraíso, el jardín de las delicias.

No obstante, lleva allí diez mil años, en la puerta de la felicidad, sin poder penetrar en ella, con su amor deslizándose entre las manos, un montoncillo de arena que no cobra forma, que se disuelve.

Javier Navarro
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 197

Estival

Creo recordar perfectamente. Cuando llegué junto al mostrador pude verlo bien, y, me dije: “Si. Sin lugar a dudas, es un gancho”. Discutía con el patrón del establecimiento, acerca de la calidad de un puñal que sostenía en un a de sus manos (por cierto, el mismo que yo había examinado en ocasión anterior). No pude menos que intervenir. Y, sugerente, le hablé:

—Llévelo, amigo. El material es inmejorable. Su tamaño y su peso, son correctos. Además, su punta es ideal.

Giró sobre sí. Al mirarme, sonrío. Su cara tullida, semejaba un árido llano iluminado por luz otoñal.

—“Vaya, vaya” —me dijo. Solamente, que yo no compro cosa alguna sin antes probarla, “amigo”.

Dijo esto, al mismo tiempo que su maño derecha se extendía en dirección a la puerta. Salimos.

—No te detengas. Dime: ¿qué sucedió después…?

—Perdió la oportunidad de obtener un buen puñal. Yo tenía razón: es magnífico.

Sergio Esparza Jiménez
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 189

El atentado

La puerta se abrió iracunda. Sorprendido, vi en los ojos del hombre que entró, la pasión por el cuchillo que portaba en la mano derecha. Se precipitó sobre mí con velocidad de vértigo, me hice a un lado y el puñal violó la almohada y el colchón de mi cama. Arremetí contra él con toda mi fuerza pero sólo conseguí que me golpeara. Fui a dar contra la ventana. Desde allí pude observar al otro cuchillero esperando afuera el llamado de su compañero. Sentí miedo. El brazo armado cortó el aire y comprendí que mi camisa era ya un retazo inservible; en un momento estaba tirado de espaldas, con él mirándome, decidido a terminar con todo. Ante su impulso, levanté la pierna apuntando a su cara y sentí la cosquilla del puñal atravesar el tacón del zapato.

Un alarido transformó el ambiente.

Mientras le ayudo a quitarse el calambre de la pierna, mi esposa, recostada a un lado mío, se disculpa por despertarme así, tan bruscamente.

—No te preocupes— le digo. De otro modo ahora yo sería un homicida, o peor aún, estuviera muerto.

Guillermo Lavín
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 188