La fuga


Los latidos de los perros rasgaron la suavidad de la huida y el hombre negro tomó a la mujer negra de la mano y corrieron en medio del cañaduzal. Pronto echaron el estruendo de los cascos de los caballos y los gritos de sus perseguidores.

—¿Escuchas los latidos de los perros? —dijo la mujer.

—Se están acercando —respondió el hombre.

—¿Qué hacemos?

—No te quedes parada. Vamos.

Y la pareja se deslizó en el túnel de sudor, apartó con sus brazos las cañas oscuras y se precipitó en la noche.

El hacendado, ojos grises de cazador nocturno, se levantó sobre los estribos y gritó:

—Los latidos de los perros se oyen en dirección del mar. Tratan de llegar a la playa.

Luego hizo un disparo y consiguió una respuesta unánime de escopetazos. La mujer cayó exhausta entre la hojarasca. Con sus grandes ojos africanos le dijo a su hombre que la dejara, que mientras a ella la devoraban los perros, él podía llegar hasta el mar. El hombre tomó otra vez la mano de la mujer y reanudaron juntos la carrera.

Las dos sombras trotaron, luego galoparon mientras oían el camino taimado de los caballos y la siniestra algaraza de los perros.

El hombre negro sonrió cuando fue tocado por la espuma y estalló en una vibrante carcajada cuando descubrió la candela de la barca que los esperaba. Corrieron sobre la playa húmeda, dejaron a un lado el dolor y el calambre y con las bocas abiertas, resecas y anhelantes, con los cuellos tensos, se zambulleron en el aire. De pronto el hombre se paró en seco, miró hacia la barca, y con rostro ensombrecido, dijo:

—¿Y esos latidos?

La mujer tomó al hombre de la mano y reanudando la fuga exclamó:

—¡Son los de mi corazón!

Jairo Aníbal Niño
No 79, Septiembre 1977-Marzo 1978
Tomo XII – Año XIII
Pág. 655

La fuente de la eterna juventud


Y cuentan que don Gonzalo Fernández de Vivar y Montero, durante la conquista, buscó afanosamente por estas tierras la fuente de la eterna juventud. En medio de los pantanos, en la selva, en los páramos, registró el aire, oteó el lugar donde nacen las aguas, investigó de boca en boca las viejas leyendas. En su caballo pinto vagó muchos años por esos lugares hasta que un día percibió un pequeño cambio: algo así como un anuncio, como un signo. Una transformación del aire, del color de los árboles, del olor del agua. Avanzó hasta un claro del bosque y presenció un espectáculo que lo dejo maravillado. Un tigre, corpulento y feroz, rugido manchadoanaranjado, las garras poderosas y fuertes, el ojo girando, buscando el colmillo dónde hincar y destrozar, frente al enemigo que lo esperaba sereno con un algo de quietud en el cuerpo. El tigre gigantesco dio un salto en el aire, rugió, cayó levantando la hojarasca, viró presto a continuar el ataque, hasta que sintió el feroz golpe, la mortal desgarradura, la sangrienta herida en el vientre. La libélula había hecho presa de él, le había dado el golpe mortal y el tigre empezó a morir bajo la vibradora luz de sus alas. Don Gonzalo acarició su barba de 95 años de longitud, espoleó su caballo y penetró en la floresta húmeda. Y aquel día de gracia de San Martín, en medio de frescas hierbas, con pájaros dorados dando vueltas de carnero en el césped, con roedores de ojos plateados durmiendo la siesta en sus orillas, encontró la fuente de la eterna juventud. Bajó de su caballo pinto y, tembloroso, hincó la rodilla en tierra, declarando esa fuente propiedad de Fernando e Isabel de Castilla, sacó de su armadura el gran escapulario obsequio del Papa, penetró en la fuente, avanzó mientras entonaba cantos de alabanza a Dios y a María Santísima y murió ahogado en las turbulentas aguas.

Jairo Aníbal Niño
No 79, Septiembre 1977-Marzo 1978
Tomo XII – Año XIII
Pág. 641

Jairo Aníbal Niño

Un video de Jairo Aníbal Niño cuentacuentos

(Moniquirá, Boyacá, 1941 – Bogotá, 2010)

Escritor colombiano dedicado fundamentalmente a la literatura infantil y juvenil, campo en el que produjo algunas de las obras más importantes de Latinoamérica, aunque cultivó asimismo la narrativa para adultos, la poesía y, especialmente, el teatro.

Figura polifacética, tras abandonar los estudios que había iniciado en Bucaramanga se dedicó al dibujo y la pintura, y formó parte del grupo artístico La Mancha. Volcado luego en el teatro, a finales de los 70 fue actor, director y titiritero y se integró en grupos teatrales de protesta y en el Teatro Libre de Bogotá. En sus últimos años ejerció la docencia universitaria y dirigió grupos teatrales universitarios. En 1988 fue nombrado director dela Biblioteca Nacional de Colombia.

Su producción dramática abordó temas relacionados con los conflictos recientes de la sociedad colombiana desde una perspectiva crítica y sarcástica, sirviéndose a menudo de técnicas esperpénticas. Algunas de sus piezas dramáticas, que han sido representadas en diversos países americanos y europeos, son Las bodas de lata o el baile de los arzobispos (1968), El monte calvo (1975), Los inquilinos de la ira (1975), El sol subterráneo (1978), La madriguera (1979) y Efraín González (1980).

En el campo de la literatura infantil y juvenil hay que destacar títulos como Zoro (1977) y De las alas caracolí (1985). Publicó además diversas recopilaciones de relatos breves, como Puro pueblo (1977) y Toda la vida (1979). En 1982 el director colombiano Ramiro Meléndez rodó El manantial de las fieras, basada en un guión de Jairo Anibal Niño[1].

Melografía


Sus manos caían con la energía de un herrero amoroso, reptaban sobre las teclas sobando el espinazo de la melodía revolucionaria. Cuando los policías y los detectives irrumpieron con el alarido de sus armas, el pianista no interrumpió su trabajo y siguió tocando hasta que uno de los tiras disparó su ametralladora contra el piano.

En el carro policial atado y sangrante, el músico pensó en su piano y lo recordó como un querido elefante con los sonoros instintos al aire. Sonrió con la comparación, con la imagen del gordo amigo de madera y metal, apandillando con él en tantos sudores de música. El cable verde estalló de pronto en una bombilla saraviada por la cagarruta de las moscas, y el militar, oculto en un rincón del calabozo, hizo una señal a un hombre gordo, quien sonrió y mostró desde lo oscuro el brillo de sus colmillos de oro. Avanzó y con una barra de hierro destrozó las manos del pianista.

Cuando lo empujaron fuera del cuarto de torturas y le dijeron que podía irse para que sirviera de escarmiento a todos los que se dedicaban a la subversión, el músico metió dolorosamente sus manos destrozadas en los bolsillos de su chaqueta, miró a la cara a los verdugos y avanzó silbando por el largo y desolado corredor.

Jairo Aníbal Niño
No. 80, Abril-Septiembre 1978
Tomo XII – Año XIII
Pág. 758