Todavía subsisten algunos ancianos que se acuerdan de aquel político que no pensaba en otra cosa que en la alternatividad en el poder.
Sostenía que en cada elección que se efectuara, debía cambiarse la orientación del gobierno; que todas las elecciones, sin excepción alguna, debía ganarlas el partido de oposición.
Sólo en esa forma funcionaría la democracia.
Cuando algún gobierno no lo hacía tan mal y ganaba las elecciones, este hombre se desesperaba, y soltaba con la lengua y con la pluma el Apocalipsis de San Juan con aditamentos; y sufría horriblemente, temiendo por el futuro y hasta por el presente de la Patria y de sus instituciones.
En cuanto un gobierno tomaba posesión de las riendas del Estado, este político se inscribía en el partido de oposición, para trabajar en sus ideas de alternabilidad. No le importaban las posiciones ideológicas, y así pasó de la izquierda a la derecha, fue comunista y conservador y comunista sucesivamente, siempre en nombre de la alternabilidad.
Todo iba muy bien mientras iba solo. Pero un día —cosas de la Providencia que dicen algunos— el Espíritu Santo descendió sobre él y le dio un don que no tenía: el de la elocuencia. Quiero decir que se puso tan convincente, que toda la gente del partido de gobierno, excitada por su ejemplo, se enroló con el en el partido de oposición; centenares de miles de ciudadanos hicieron lo mismo. No hay idea de la cantidad de gente que se pasó al otro, y así siguieron, inscribiéndose en el partido de la oposición al día siguiente de que los gobiernos comenzaban a trabajar.
Entonces los partidos de oposición ganaban todas las elecciones y la alternabilidad en el poder se cumplía para satisfacción de su adalid. Pero como la gente de da cada gobierno se pasaban a la oposición en el nombre de la alternabilidad en que todos creían, se llegó a una fórmula muy bonita de alternabilidad, dentro de la cual la misma gente gobernó aquel país durante décadas.
Alberto Cañas
No. 72, Abril-Junio 1976
Tomo XI – Año XI
Pág. 652