Unicornios

Los unicornios corrían, pastaban y retozaban alegremente en el bosque de Los Elfos, mientras el brillante sol de verano chispeaba en sus cuernos de plata. Mara no creía que fuese posible ver a los Unicornios, es más, su padre, Jan de los Robles, le había asegurado que esos místicos corceles no eran sino el producto de alguna imaginación demasiado activa. ¡Pero allí estaban! Blancos y cornudos, y tan reales como el día o la noche. Fue Ardáril, su mejor amigo, quien la tomó del brazo aquella mañana, y sin decir palabra alguna, la llevó, casi a la rastra, hasta el Valle Elmdon, donde ahora se encontraban.

—Gracias —Dijo Mara, sonriente, sin apartar la mirada de los animales.

—Olvídalo.

—Cosas así no se olvidan nunca Ardáril. Míralos—. Ambos guardaron silencio y se dedicaron a observar maravillados a los cientos de bestias albas que jugaban sin prisa sobre la hierba.

El crepúsculo los envolvía, cuando un pequeño Unicornio, no más grande que un poney, se aproximó al sitio en el que se hallaban agazapados Mara y Ardáril. Los dos dejaron de respirar. No querían ser descubiertos. Sin embargo, el polen de una flor o alguna basurita en la brisa o, tal vez, sólo su mala suerte, provocó un estornudo a Mara. Pronto todos los Unicornios comenzaron a huir del Valle Elmdon apresuradamente, pero con gran encanto, hacia las profundidades del bosque.

—Buena la has hecho Mara —dijo Ardáril, enfadado.

—Lo siento, lo siento mucho —exclamó ella llorando.

—Sí, yo también, realmente no fue tu culpa. —Ardáril la abrazó.

—¿Nunca más los veremos de nuevo?

—No lo creo… aunque… quizá sí.

—¿Cómo? ¿Dónde?

—En la noche. Cualquier noche. Cuando nos haga soñar su recuerdo.

Roberto Cabañero
No. 105-106, Enero-Junio 1988
Tomo XVII – Año XXIII
Pág. 153