Caminábamos pero nos detuvimos y de pronto el silencio entre nosotros inventó otro silencio para el mundo o caso lo distrajera para que nos olvidara un poco. Nos rodeaban árboles que se empeñaban en combatir a las luces de los autos extendiendo largos dedos de sombra que pretendían cerrarse con la oscuridad más absoluta. Y las luces se evadían de las sombras; pero yo eso lo supe al verlas persiguiéndose, casi a manera de juego, sobre y entre tu cabello dándole la apariencia de estar vivo, en espera de mi mano para también poderla acariciar.
Pensé en acercar mi rostro al tuyo para que apenas nuestros labios saborearan la tensión de las palabras, nunca dichas por temor al espectro de la confusión, nuestro aliento se suspendiera por un momento con el confín inquisidor de nuestras lenguas buscándose en el afán de borrar los silenciosos secretos de cada uno.
Con un abrazo desearía que nuestros colores se matizaran de tal modo que trazaran un puente cuyos extremos se alcanzan a sí mismos.
Mas sólo fue pensamiento y deseo. A pesar de la penumbra viscosa —era verano, quizá lo recuerdes, y salimos a tomar el fresco—, nunca dejamos de ser tres; él mi hermano; tu su mujer; yo y yo.
Federico Urtaza
No. 64, Abril – Mayo 1974
Tomo X – Año XI
Pág. 502