Nocturno

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—Hace tanto tiempo —me dijo al oído, jadeante todavía, y se acodó a mi lado, desnuda como el viento.

Sombres sobre sombras; una línea de luz en las caderas. Sus ojos brillaban en secreto. Comencé a besarle las axilas; bajé a mordiscos por el perfil de la luna; me detuve en las corvas; la escuché suspirar.

—Sígueme soñando —le supliqué—. No vayas a despertar.

Felipe Garrido
No. 121-122, Enero-Julio 1992
Tomo XXI – Año XXVIII
Pág. 3

Sorpresa

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Boca arriba en la cama abrió los ojos y vio en el techo una franja de luz que dejaban pasar las cortinas. “Es tarde”, pensó y tuvo el impulso de levantarse. Pero no sabía por qué o a qué levantarse, así que se cobijó hasta la barbilla con el gusto de quedarse acostado un rato más. Aunque, en realidad, no estaba muy seguro de que eso debiera alegrarlo porque, al final de cuentas, tampoco sabía por qué estaba allí en esa habitación desconocida, donde nada le era familiar. El papel tapiz, ni los muebles de mimbre, ni el crucifijo de plata, ni la cama demasiado blanda, ni esas manos con que tomaba las sábanas ni los anillos que las marcaban. Intentó recordar qué había sucedido el día anterior, qué esperaba hacer ese día, dónde estaba, con quién vivía.

Después de un rato de estupor se puso de pie con un cuerpo que nunca había visto, se asomó al espejo del tocador, contempló asustado a un extraño que lo veía con miedo. Quiso decir algo, pero lo aterró la idea de pronunciar una voz que no hubiese escuchado antes jamás.

Felipe Garrido
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 275

El avaro

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Dos razones había entonces para envidiar a mi amigo: sus puros y su mujer.

Los puros le llegaban directamente de Sumatra, al través de su próspera oficina de importaciones, en unas cajas metálicas. Él los mudaba enseguida a un humidificador holandés. Medían en buen jeme de largo; estaban torcidos a mano y forrados con hojas de tersura perfecta, de color oro, que contrastaban con el tabaco oscuro del interior. Su perfume hacía evocar bosques tropicales y especias innombradas y, también, de alguna manera, aroma de mujer.

La mujer tenía en la piel el mismo color de las hojas doradas, y en el cabello el del tabaco oscuro. Era intuitiva, sensible, inteligente; firme y delgada; ver sus ojos era el precio de la perdición. Se movía como el agua de un río sin orillas, arrastrada por un impulso de vida profunda, por una curiosidad recurrente que la llevaba a explorar las distintas formas del placer.

Con sus puros mi amigo era hombre avaro y cuidadoso. No tanto con su mujer.

Felipe Garrido
No. 105-106, Enero-Junio 1988
Tomo XVII – Año XXIII
Pág. 82

Homenaje a K.

En cuanto los vio, N. se dio cuenta de que venían por él. Aquellas mujeres de rostros familiares y aquellos hombres vestidos de blanco, armados con garrotes.

—No va a dolerte —le dijo uno al tiempo que le atestaba el primer puñetazo, en mitad de la cara.

—Comprende. Son nuestros sentimientos. No es justo que la tengas —susurraron las mujeres, que le mordían los puños atenazados y le tiraban rabiosamente de los brazos, arrodillados sobre él.

Los hombres usaban los garrotes con fuerza y con cuidado, esperando los instantes en que los movimientos de N. y de las mujeres dejaran al descubierto partes sensibles, donde los golpes fueran más dolorosos. A N. le sorprendía que todo ocurriera casi en silencio; que las voces le llegaran con tanta suavidad; que pudiera guardar sus quejas detrás de los dientes trabados. Un garrotazo dado de punta le cerró un ojo. Con el otro veía solamente el piso de tierra donde había caído de costado; las piedrecillas que le rasgaban la piel del rostro, los trocitos de mica deslumbrantes.

Una de las mujeres comenzó a tirarle de los cabellos hacia atrás y otra le clavó una rodilla en el cuello.

—Suéltala —le aconsejó con ternura.

Un puntapié lo dejó ciego. N. sintió uñas, dientes, rodillas, tacones, puños, garrotes, la superficie de la tierra que lo arañaba con ferocidad.

—¿Para qué la quieres? Abre las manos —le dijo una voz acariciante, y N. sintió en seguida el mordisco inclemente, en la oreja.

Hubo que romperle los dedos. N. quiso gritar, pero la boca se le llenó de polvo y el grito que había guardado tanto tiempo se le convirtió en una tos de agonía.

—No la extrañarás —le dijeron mientras iban dejando solo, pero la única herida que en verdad sentía era el hueco que le había quedado en las manos.

—No conviene que la tengas; no te conviene tenerla —rectificó una mujer.

—¿No comprendes? —dijo otra, pero él no pudo verlas porque apenas podía abrir los ojos.

—Es por tu bien, entiéndelo —musitó otra voz, ya de retirada, y después, como una explicación—: Es insoportable, la felicidad.

 
Felipe Garrido
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 40

El arcángel


Anoche, ya tarde, estuvo a visitarme un arcángel. Para que yo pudiese verlo adoptó la apariencia de una mujer. Venía fatigado y se dejó caer en un sillón del que más tarde les costaría trabajo desprenderse. Quise contarle mis cuitas, pero me bastó echarle encima una mirada para comprender que no hacía falta. Me miró con amor, o al menos con compasión. Con amor castísimo y por consiguiente un tanto heroico. Sus ojos, que tenían el color y la dulzura de la miel, alcanzaron a consolarme como lo hace la sonrisa de la mujer amada. Comprendí que él también estaba solo y que su soledad era un gesto solidario. Luego supuse que venía a obsequiarme la muerte, aunque era evidente que estaba desarmado; un olvido, o las fuerzas insuficientes del cuerpo elegido para materializarse en mi presencia podrían explicar que no empuñara la espada habitual. Dos o tres veces estuvo a punto de hablar, pero finalmente guardó silencio a mi lado, porque tampoco hacía falta que él me dirigiese la palabra. Antes de marcharse alzó la diestra y con el índice extendido me rozó el costado. Su toque fue leve y definitivo. Dejó impreso en mi alma el escozor de la ausencia.

Felipe Garrido
No. 97, Marzo-Abril 1986
Tomo XV – Año XXI
Pág. 275

Marina

Marina me mira con una mirada azul y sonríe. Le veo los labios y sé que acaba de pintárselos. Viene por la playa con las narices fruncidas porque el sol está alto; con el bikini floreado —naranja y amarillo— que el resplandor de la arena le borra. Se detiene a unos pasos. Se vuelve hacia el mar con las manos sobre las cejas, como si buscara algo en el fondo del día.

Intento saludarla sin salir de la palapa, sin levantarme de la silla, sin apartar la vista de los vellos que le asoman junto a las flores.

Marina no me responde. Da unos pasos como si se marchara y regresa enseguida, de nuevo sonriente, sin decir palabra. Alza los brazos y los cruza por detrás de la nuca como si en ese momento quisiera, más que ninguna otra cosa en la vida, mostrarme el ombligo, entregar las axilas al viento.

El ombligo de Marina parece el ojo de una cerradura, así que me pongo de pie y salgo de la sombra para buscarla. Siento la arena caliente, aspiro el sudor del día, oigo los tumbos, veo a Marina con la mirada azul.

—Ten cuidado —dice y sonríe, frunce la nariz y los labios recién pintados—; soy algo menos que espuma —y se vuelve de plata mientras regresa al mar.

Felipe Garrido
No. 100, Septiembre-Diciembre 1986
Tomo XV – Año XXII
Pág. 651

Televisión

Después de cenar alzamos la mesa y subimos al cuarto de la tele. Papá cambia los canales todo el tiempo y los demás protestamos y mamá se pone a tejer y mis hermanas se sientan siempre enfrente de mí. A veces peleamos un poco y papá nos pega un grito o se tira al piso para hacernos cosquillas y lucha con nosotros como si fuéramos tigres. Pero al rato ya estamos callados. Vemos los anuncios y si se hace tarde pedimos a gritos que nos dejen otro rato y mis hermanas se ríen o se asusta o dicen mira que mango y me empujan o me pegan cuando nadie las ve. Papá se sienta al lado de mamá y la abraza  forcejeando como si también ellos fueran tigres y le hace cosquillas o le tapa los ojos y ella se pone seria y sacude los hombros y dice no seas indiscreto y le pide que la deje en paz. Luego la calle se va quedando quieta y no se oye otra cosa que la televisión y mis hermanas ya no dicen nada porque tienen sueño o están viendo los programas.

Entonces me acuesto en la alfombra como si fuera a dormirme y me cubro la cara con las manos. Me vuelvo sin que nadie se dé cuenta, me voy acomodando de manera que, entre los dedos, pueda ver cómo crecen, como suben desde los zapatos de tacón alto, como se pierden en los pliegues de la falda las firmes, blancas, suaves, dulces, perfumadas, piernas de mamá

Felipe Garrido
No. 111-112, Julio-Diciembre 1989
Tomo XVII – Año XXVI
Pág. 735

Felipe Garrido

Nació en Guadalajara, Jalisco, el 10 de septiembre de 1942. Con la tradición de magníficos escritores jaliscienses, desde hace más de treinta años es maestro de Literatura en el Centro de Enseñanza para Extranjeros de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha dictado conferencias y cursos en numerosas ciudades de México y de otros países. Ha sido gerente de Producción en el Fondo de Cultura Económica, director de Literatura en el Instituto Nacional de Bellas Artes y en la UNAM, director del programa Rincones de Lectura en la SEP, y de Publicaciones en el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Bajo su coordinación se realizó el libro Historia de México, vigente en primaria. Es miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua.

Felipe Garrido tiene en su pluma palabras que atrapan desde el inicio, como un coloquio íntimo, una plática entre cuates. Prosa excesivamente cuidada para dar sensación de sencillez. Entre su obra de textos breves está Garabatos en el agua, selección de los que publicaba en el suplemento cultural Sábado. Son prosas llenas de imágenes poéticas donde hay un puente tendido entre lo real y algo que está un poco más allá de la realidad. Textos que se gozan al leerlos y después dejan un sabor de otredad, de humor inteligente que va corroyendo las conciencias

Actores

Señor director:

Me permito dirigirle estas líneas en vista de los acontecimientos de las últimas semanas. Me temo que, a pesar de su gravedad, no han sido debidamente resaltados ante su intención. Lamento, sin embargo, no hallarme en posibilidad de presentar una relación cronológica de lo sucedido. Le garantizo que la puesta en escena fue debidamente ensayada, los actores conocíamos bien nuestros papeles, el elenco fue elegido con el cuidado de costumbre y el público no presentó jamás síntomas que pudieran alarmarnos. En realidad, la obra corrió por algún tiempo sin que nada extraño ocurriera. Luego, no sé en qué momento, esto comenzó a suceder. Quiero decir que una noche el actor que despierta a mitad del primer acto estaba tan profundamente dormido que no hubo manera de hacerlo reaccionar. Que en la siguiente función, los vasos y las botellas estuvieron llenos de ron auténtico y un par de compañeros terminaron debajo de una mesa. Que esta tarde el enfrentamiento a puñetazos con que abre el segundo acto terminó con una nariz fracturada… Señor director, los actores vamos enloqueciendo. No representamos, vivimos en escena. Atienda usted mi súplica y termine esta situación. Hasta ahora —pero ¿cuánto tiempo más?— han sido de salva los tiros con que me suicido en la escena final.

Felipe Garrido
No. 111-112, Julio-Diciembre 1989
Tomo XVII – Año XXVI
Pág. 625