La casa de los batracios era un remanso, una laguna, y los ojos abultados de los sapos recibían sin parpadeos los rayos de la luna llena.
Afuera, colgada de la rama de una ceiba, una perra rabiosa ahorcada en el crepúsculo era despedazada a garrotazos por las sombras.
Adentro, una mujer gritaba de dolor.
—¡Ay, ay, aaay! Ya no… nooooo.
Los sapos inflaban y desinflaban su abdomen, ampuloso y áspero.
El cuerpo de la parturienta estaba enjuto y pálido. Tenía las manos prendidas al cabello, los ojos desorbitados, los labios entreabiertos, los dientes blancos, las encías grises y secas como la ceniza.
Las ranas abrían y cerraban los ojos y la boca, al ritmo de su coro infernal.
—Listo. Ya, ya, ya. Ya pasó todo.
Una mujer vestida de negro levantó una de sus manos; sostuvo en el aire, sujetándolo de las piernas, una criatura con la cabeza hacia abajo y dijo satisfecha:
—¡Aarón! Antonia se murió, pero tu hijo vive.
El tronar de las teas de pino blanco que medio alumbraban el interior de la choza, se mezcló con el ulular del viento.
Aarón, hombre del campo, se levantó del rincón donde, silencioso, sudando frío, había permanecido en cuclillas, para acercarse al cadáver de su mujer. Al verla, se imaginó que ella soltaba una carcajada; se llevó las manos al rostro y las bajó lentamente para fijar la mirada sobre su hijo que tenía los ojos muy saltones, la boca grande, muy grande, y los dedos de sus manos unidos por una capa delgada.
—¡Mi hijo! —gritó Aarón, enloquecido.
La criatura abrió entonces la boca y dijo:
—Croac… croac…
Leopoldo Borras
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 106