Yo estaba leyendo en mi cama cuando ella apareció en el umbral. Lucía muy hermosa con su vestido antiguo, sus largos cabellos sobre los hombros y los ojos castaños iluminados por el perenne deseo; fue mi primera impresión, y en seguida el pensamiento rápido de que no habría podido entrar en la casa, pues todo permanecía cerrado, y ni siquiera el ladrido del perro habíame advertido su presencia. No soñaba, puedo asegurarlo; me encontraba tan lúcido como ahora. Pero ella clavó en mí sus bellos ojos atormentados y comenzó a hablar con esa voz sensual y enronquecida, mezcla extraña de súplica y apremio. Me dijo que volvía para siempre; que la perdonara; que me amaba con absoluta certeza; que había puesto fin a todos sus extravíos. No atiné a responder y sonreí, derrotado… Se acercó al lecho, nos besamos, se encendió la pasión con el voraz fuego de antaño y nos sumimos en la quemante desesperación del placer. Miré hacia el espejo colgado en la pared, y me dí cuenta con estupor que su imagen blanca y voluptuosa no se reflejaba en la clara superficie. El artero terror a lo efímero me golpeó desde las caricias. Comprendí todo de súbito, dolorosamente; Emma había abandonado sólo por un momento el ficticio mundo de la novela para escarnecerse por mi endémica infidelidad, para vengarse con las armas del rencoroso Amor del injusto y trágico destino a que la encadenó Flaubert en el alma innumerable de sus lectores.
Edmundo Moure Rojas
No. 93, Mayo-Junio 1985
Tomo XVI – Año XX
Pág. 655