De carne y hueso

Entonces fue cuando me dio por escribir un cuento. Me sentía sola. No llevaba vida social interesante y tenía necesidad de alguien. Así que llegué a la decisión de inventarte como el héroe de un cuento. Y lo hice en un momento oportuno porque el invierno se acercaba y yo no había hecho acopio de vituallas ni cobijas. Siempre anduve escasa de recursos. Por otra parte, nunca simpaticé ni con la cigarra ni la hormiga. Escribiendo sobre ti el frío se hizo más soportable. En un principio tuve problemas porque no sabía si inventarte rubio o moreno. Te decidí rubio, n por malinchismo, sino gusto personal. Lo demás vino solo: tus manos invitantes, tus piernas bien formadas con un aspecto metálico muy atrayente, ojos azules, boca menuda y atrevida, nariz canallesca y trasero firme. En fin, en lo tocante a lo físico mi trabajo fue impecable. En cuanto a tu interior, tuve algunos errorcillos pero no me quejo. Resultaste más interesante siendo voluble y hasta un poco cínico. Lo que más me gustó fue tu conversación amena y tu afición por el dibujo. Como agravante, sabías ser tierno en los momentos que más lo requería. El relato en sí fue un pretexto. La anécdota era nimia y hasta ordinaria. Lo más importante eras tú. Tan prolija fue mi descripción que te creé, te pensé con tal intensidad que te sentí. Tan vívida la visión que de ti tuve, que releí varias veces el escrito antes de guardarlo en mi gaveta. Al día siguiente no me sorprendió en absoluto su desaparición. Como tampoco me sorprendí cuando te vi por la ventana vestido sobriamente, dirigiéndote al timbre de mi puerta. Rápidamente tuve que inventarte un nombre.

Lucía Manríquez Montoya
No. 116, Octubre – Diciembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 321