Me sorprendió la víbora que comenzó a emerger de la manga del saco. No recordé ninguna visita próxima al zoológico. Me agaché para revisar bajo la cama. El desorden normal: nada hacía sospechar un nido de ofidios. Entre papeles y libros viejos hallé un antiguo par de zapatillas que había estado buscando meses atrás. Me alegré mucho: me sirvió para confirmar la creencia de que nunca pierdo nada. La víbora ya había terminado de desenrollarse de la manga y reptaba sobre el cuello. “Vas a llegar tarde” —me gritaron desde la pieza contigua. Es verdad. Me peiné rápidamente (la víbora hacía piruetas frente al espejo). Salí al pasillo. María me besó con pasión, me mordió el labio inferior. Entré al cuarto de mi padre. “Aquí están” —le dije alcanzándole el par de zapatillas. José hamacó la cabeza, no sé si se alegraba o me reprendía. De cualquier modo quedaba libre desde ahora y podía hacer lo que quisiera hacer con mi vida. Decidí volver a mi cuarto a fumar un poco. “¿Me prestas el encendedor?” Me lo alcanzó sobre la mesa. Volví a salir al pasillo. Tuve deseos de besar a María, pero ya no se encontraba allí. La busqué por todos los armarios. “Sácate esa víbora asquerosa” —dijo cuando la descubrí tras la máquina de coser. Me dio vergüenza y escapé lejos de ella. Debía irme de aquí, debía cambiar de rutina. Empaqueté mis cosas en una vieja valija. Volví a peinarme y dije adiós a todos con la mano en el picaporte de la última puerta. “Devolmeme mi encendedor” —gritó mi padre. Revisé cuidadosamente los bolsillos, sin ningún resultado. “Lo debiste guardar en la valija”. La abrí sobre el piso y fui desempaquetando mis cosas. Nunca había imaginado que fuese tanto. Estuve dos horas buscando sin suerte; comprendí que la oportunidad de alejarme se hacía más problemática. “Se lo habrá tragado tu maldita víbora” —sugirió María. Me palpé las mangas y los pantalones, pero la víbora no apareció. Volví cohibido al cuarto. Ahora debía esperar por otra oportunidad.
J. Poniachik
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 105