Un día volvió Azora de un paseo, muy enojada y profiriendo grandes exclamaciones.
—¿Qué tenéis, querida esposa —le dijo Zadig—, que es lo que ha podido poneros así, fuera de vos?
—¡Ay! —respondió ella—, os pasaría lo mismo si hubieseis visto el espectáculo del cual acabo de ser testigo. He ido a consolar a la joven viuda Corsu, que acaba de elevar, hace sólo dos días, un monumento funerario en memoria de su joven esposo, cerca del arroyo que bordea este prado. Prometió a los dioses, en su dolor, permanecer al lado de la tumba mientras por allí corriese el agua del arroyo.
—Y bien —comentó Zadig—, he ahí una mujer estimable y que amaba realmente a su marido.
—¡Ah —prosiguió Azora—, si supieses en qué estaba ocupada cuando fui a visitarla!
—¿En qué, bella Azora?
—Estaba desviando el curso del arroyo.
Voltaire
No. 5, Septiembre 1964
Tomo I – Año I
Pág. 28
Voltaire (en Zadig)
No 79, Septiembre 1977-Marzo 1978
Tomo XII – Año XIII
Pág. 611