Casi el amor

Se vuelve lentamente hacia mí y me dice que nuestra relación debe terminar. Así, de repente, sin más. Hoy es día de los novios. Con razón casi ni miró la pulsera de plata que, con su nombre grabado y todo, le entregué hace rato. Seguro que en su mente no cabía otra cosa en este momento. Estaría almacenando las palabras desde hace días y calculando cómo, cuándo, dónde. Y hoy, día de los novios, no se aguanta más y me suelta el rollo de prisa. Nada de que “no se cómo decírtelo”, que “no quiero lastimarte”. Nada. Ella de pronto ¡zas!: “debemos terminar”. A mí se me atoran las burbujas de la cocacola y la miro largamente. No digo nada. Estoy seguro de que ella quisiera que, desesperado, le suplicara que no me dejara. Pero no lo voy a hacer.

Este es el escenario más estúpido para el rompimiento de una relación con dos años y medo de duración. Francamente, estas cafeterías “fast service” son lo más anti todo del mundo. Y no sé qué me está molestando más; si el trajinar incesante de las meseras hormigas, la coca cola que me estoy tomando y que no tiene chiste alguno o la cara que se le ha puesto a Marta después de anunciarme “debemos terminar”. La coca cola, y sobre todo el coraje, han empezado a cosquillearme por todo el cuerpo. Y de pronto me encuentro llorando. Ella levanta la vista que hasta ese momento la tenía puesta, por fin, en la maldita pulsera de plata y, siguiendo paso a paso su telenovela de las cinco y media, me coloca una mano sobre las mías. Me dice, imitando a la perfección a Silvia Derbez, que la perdone pero es necesario y bla bla. A mí me están dando vergüenza las lágrimas, palabra. “La vida es así”, dice, y como ve que no respondo, sigue filosofando bajo los cánones de Ernesto Alonso, inundando sus ojos con la lástima de quien se sabe bien amado. En este instante soy una pobre víctima idiotizada por el golpe de perderla y por eso ella debe explicarme los pormenores de la vida en el más puro estilo del Reader´s Digest. Me está simplificando a nivel de párvulos lo que es el destino. Me enseña, con una claridad de mente sólo vista en las actuaciones de Jaqueline Andere, la ventaja de ser sinceros. Doy otro sorbo a la cocacola y ya de plano no la escucho.

Después de tres cuartos de hora en que ella ha buscado la justificación eterna a su cochinada de hoy y después de que afortunadamente ha decidido soltar mis manos martirizadas por el sudor de ambos, cojo la nota que corresponde a mji refresco (definitivamente es lo único bueno de estas pinches cafeterías) y, emulando al buenazo de Enrique Lizalde, la sentencio: “no volverás a verme”. Le quito de su muñeca la pulsera de plata, me acerco a la caja, pago y salgo a la calle a ahogarme en otra realidad. Y entonces, por fin, cambio de canal.

Marielena Noriega
No. 94, Septiembre-Octubre 1985
Tomo XIV – Año XXI
Pág. 752