Norma sacó la cartera y preguntó frente a la caja:
—¿Cuánto es?
—Quinientos sesenta.
—Permítame, señorita, por favor. Era una voz varonil sobre su hombro. Norma alisó su pelo discretamente mientras volvía la cabeza para dar las gracias. Se sintió halagada. Recordó que tenía los puntos de la media corridos. Se enderezó sumiendo el estómago y sonrió.
—¿Me permite llevarla?
El olor a lavanda la envolvía.
—Vivo muy cerca.
—Pero está empezando a llover.
Se dirigieron a un Mustang y ella se arrellanó en el confortable asiento.
(Bendita lluvia. Por mí que llueva cuarenta días y cuarenta noches. El tapiz parece de terciopelo. No puedo llegar a casa con este hombre, si lo ve Ernesto tendré problemas.)
—Es en esta calle.
(Puedo decirle que vivo en la casa de la esquina. Ojalá me invitara a cenar, y luego a bailar, ésa sí debe ser vida. ¡Que distinto!)
—¿Y cómo va Susanita en sus clases?
—¿Susanita?
—Susana del Río
—Su… Susana… ¿es usted su papa?
—Si, maestra. ¿No me recuerda? En la última junta de Padres de Familia.
—Ah, sí… Bien… va bien. Es aquí.
Teresa De Riggen
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 203