Nada es más amable y peculiar que existir cada noche, antes de dormir. José Luis XVI no se acostumbra a ordenar sus pensamientos y por eso tarda un poco más. Generalmente, cuando el momento empieza a desprenderse del tiempo, no logra fijar una imagen y entonces echa a andar su carrusel. Se deja ir en una especie de cubismo y se ahoga en los muslos de Ana, en los pechos de Bertha, en la boca atrevida de su tía Rosario, en la sirvienta que se monta con el plumero en la mano, en la vecina bajándose las medias y en la maestra de inglés que cruza la pierna bajo el escritorio.
Emite un gemido de carne húmeda y se arquea como si lo atravesara un punzón al rojo vivo. Abre los ojos con expresión de súplica y, en ese momento ya no puede recordar lo que sintió. Su mente se queda quieta y sus manos le recorren el vientre. Juega con los grumos en las yemas de los dedos y de pronto, como una baba que se estira, llega a su cabeza la idea de haber nacido para nada. Se le ocurre, con la respiración profunda pero pausada, que una de sus células es del tamaño del universo y, que en millones de planetas y recámaras iguales, se encuentran millones de Joseluises XVI sospechando que cuando mueran, lo cual puede ser ahora, verán con claridad que se vive un solo segundo: el necesario.
Federico Traeguer M.
No. 123-124, Julio-Diciembre 1992
Tomo XXI – Año XXIX
Pág. 203