Hechicería

El día que descubrí el primer trébol de cuatro hojas tuve la premonición de que mi destino iba a cambiar, pero cuando el jardín se llenó de ellos y los encontraba en todas partes, en la banqueta, en Chapultepec y hasta en las yerbas de guisar, tuve la certeza de mi buena fortuna, sobre todo, cuando después de la toma de posesión del nuevo gobierno, aquel secretario de Estado que fue compañero de parrandas de mi marido, se comenzó a portar con él como un verdadero mago, a tal grado, que casi sin darnos cuenta nos convertimos en nuevos ricos.

Se usaba en aquellos tiempos presumir de suntuoso abolengo, y para demostrarlo se arreglaban las casas con muebles antiguos, que los dueños aseguraban ser heredados, aunque quién sabe. Nosotros poseíamos algunos, no precisamente por su autenticidad, sino por habernos comprado en La Lagunilla antes de que se pusieran de moda. Naturalmente que eran insuficientes para amueblar la mansión que en escasos meses adquirimos. Buscando aquí y allá, encontramos una parienta deseosa de deshacerse de lo que ella llamaba vejestorios, y entre otras cosas adquirimos una recámara que mi marido insistió en colocar en nuestro cuarto. Yo, que soy sentimental hasta la cursilería, tuve un ataque de nervios, pues no quería separarme de la que él me regaló al casarnos.

Probablemente debido a la tensión nerviosa comencé a sentir una especie de cansancio matutino y a tener por la noche pesadillas muy raras, en las que siempre aparecían salones enormes muy elegantes, y chicas vestidas como en la época porfiriana, ellas y yo cantábamos y bailábamos con señores apuestos unos y otros horrorosos, pero siempre tratando de quedar bien con nosotras; además se servirán bebidas, y yo que no tomo ni una, no por virtud, sino porque sencillamente me caen mal, brindaba muy a gusto hasta el amanecer. Lo que pasaba después no quiero ni contarlo, ya que en el desbarajuste de la alucinación llegué a engañar a mi marido.

Una noche me sentí paranoica, pues sucedió algo increíble: estando totalmente despierta sentí llegar a mi esposo que, como siempre, no encendió la luz y al poco tiempo estuvo a mi lado. Momentos después sonó el teléfono y escuché con asombro su voz al otro extremo de la línea. Bueno, ¡con un demonio!, entonces ¿con quién estaba yo acostada?

Alarmada consulté al médico que me recetó pastillas tranquilizantes, suprimí el café, me hice hacer unas limpias, y por fin visité a una cartomanciana, que después de tender la baraja sobre una mesa señaló la sota de espadas, asegurándome que vendría de fuera una mujer, ni blanca ni morena, ni alta ni baja, ni vieja ni joven, pero que seguramente resolvería mi problema.

Efectivamente, unos días más tarde llegó a visitarme la persona que nos vendió los muebles y que presentaba las características descritas por la cartomanciana. Siendo de toda mi confianza, le platiqué la triste historia de mi vergüenza y la preocupación por mi salud mental.

Apenadísima me reveló haber experimentado las mismas vivencias que yo, desapareciendo éstas al cederme la recámara, de la cual acababa de enterarse, que había pertenecido a una casa de chicas fáciles, allá por los años anteriores a la revolución. No cabía la menor duda, aquello era un hechizo ¿Cómo explicarlo? ¿Vuelta al pasado? ¿se impregnarían los muebles con las vibraciones de aquellas gentes? ¿Qué misterio ocultaba? Fuera lo que fuera y aunque casi me cuesta el divorcio, malbaraté la recámara. Sin embargo, no quiero ser hipócrita. A veces me arrepiento. ¡Pasé tan bien aquellas noches!

Aurora Argudín Pavón
No. 107-108, Julio – Diciembre 1988
Tomo XVII – Año XXIV
Pág. 295