El regresivo

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Dios concedió a aquel ser una infinita gracia: permitir que el tiempo retrocediera en su cuerpo, en sus pensamientos y en sus acciones. A los setenta años, la edad en que debía morir, nació. Después de tener un carácter insoportable, pasó a una edad de sosiego que antecedía aquella. El Creador lo decidiría así, me imagino, para demostrar que la vida no sólo puede realizarse en forma progresiva, sino alterándola, naciendo en la muerte y pereciendo en lo que nosotros llamamos origen sin dejar de ser en suma la misma existencia. A los cuarenta años, el gozo de aquel ser no tuvo límites y se sintió en poder de todas sus facultades físicas y mentales. Las canas volviéndose oscuras y sus pasos se hicieron más seguros. Después de esa edad, la sonrisa de tal afortunado fue aclarándose a pesar de que se acercaba más a su inevitable desaparición, proceso que él parecía ignorar. Llegó a tener treinta años y se sintió apasionado, seguro de sí mismo y lleno de astucia. Luego veinte y se convirtió en un muchacho feroz e irresponsable. Transcurrieron otros cinco años y las lecturas y los juegos ocuparon sus horas mientras las golosinas lo tentaban desde los escaparates. Durante ese lapso lo llegaba a ruborizar más la inocente sonrisa de una colegiala, que una caída aparatosa en un parque público, un día domingo. De los diez a cinco, la vida se le hizo cada vez más rápida y ya era un niño a quien vencía el sueño.

Aunque ese ser hubiera pensado escribir esa historia, no hubiera podido: letras y símbolos se le fueron borrando de la mente. Si hubiera querido contarla, para que el mundo se enterara de tan extraña disposición de Nuestro Señor, las palabras hubieran acudido entonces a sus labios inocentes apenas en la forma de un ininteligible balbuceo.

Oscar Acosta
No. 24, Junio – Julio 1967
Tomo IV – Año IV
Pág. 504

La búsqueda

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Adolfo Gannet, famoso médico inglés del siglo pasado, tuvo una revelación maravillosa en su clínica de Londres: un enfermo le comunicó que había averiguado, en un sueño azul, que la muerte era solamente una infinita galería de retratos.

—Quien encuentre el suyo entre los millones de rostros desaparecidos —agregó el confidente— podrá reencarnar.

Gannet murió en 1895, en Escocia. En su lecho final, el rostro le sonreía con el duce misterio de quien espera emprender una gratísima búsqueda.

Oscar Acosta
No. 24, Junio – Julio 1967
Tomo IV – Año IV
Pág. 504

Secreto absoluto

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Cuando su hermano le preguntó al Faraón Tanephitos qué buscaban, en esa noche de luna, veinte esclavos negros, éste respondió:

—Cavan buscando su propia muerte—, explicándole que le habían ayudado a transportar, a un lugar secreto, el cuerpo de su bella y dulce esposa, Zuleica, su mayor tesoro, y no quería que nadie en el mundo conociera el sitio en el cual sus restos esperaban la eternidad.

Los esclavos fueron envenenados con vino al celebrar el Término de una obra cuyo fin verdadero ignoraban. Veintiún hombres fueron enterrados y el apesarado y real esposo regresó solo a su fastuoso palacio.

Óscar Acosta
No. 24, Junio – Julio 1967
Tomo IV – Año IV
Pág. 503

El vengador

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El cacique Huantepeque asesinó a su hermano en la selva, lo quemó y guardó sus cenizas calientes en una vasija. Los dioses mayas le presagiaron que su hermano saldría de la tumba a vengarse, y el fratricida, temeroso, abrió dos años después el recipiente para asegurarse que los restos estaban allí. Un fuerte viento levantó las cenizas cegándolo para siempre.

Óscar Acosta
No. 24, Junio – Julio 1967
Tomo IV – Año IV
Pág. 503

El novio

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La señorita Alice Keith, de treinta años de edad y prometida del diputado Andrews, soñó un domingo que un cerdo estaba en el comedor de su casa, desayunándose. Impresionada por esta horrible pesadilla despertó, se vistió rápidamente y abandonó el dormitorio. Al entrar al comedor, su novio —con quien partiría a caballo a un paseo campestre—, comía con apetito encantador una manzana, invitado por la tía de la señorita Keith , miss Helen Pycroft, cuyo novio había muerto valientemente en 1922, en el sitio de Punjab.

Oscar Acosta
No. 26, Septiembre – Octubre 1967
Tomo V – Año IV
Pág. 89

Oscar Acosta

Óscar Acosta

Óscar Acosta

(Tegucigalpa, 1933)

 

Poeta, narrador, periodista y editor hondureño perteneciente a la llamada Generación del 50, caracterizada por el deseo de renovación del lenguaje y la cuidada elaboración metafórica.

Diplomático de carrera, fundó en Tegucigalpa, en compañía de otros intelectuales, la Editorial Nuevo Continente y las revistas Extra y Presente, y posteriormente la Editorial Iberoamericana. En la década de 1960 fue director de la Editorial Universitaria y de la revista literaria Universidad de Honduras. Mientras realizaba estudios de Derecho, organizó con otros estudiantes el Círculo Literario Universitario.

Entre otros galardones, recibió en 1960 el Premio de Poesía Rubén Darío, en Nicaragua; el de Ensayo Rafael Heliodoro Valle, por la UNAH, en 1979; el Nacional de Literatura Ramón Rosa y el de los Juegos Florales Centroamericanos de Quetzaltenango, Guatemala. Como diplomático representó a Honduras en Perú, España, Italia y El Vaticano; actualmente es como asesor en la Cancillería Hondureña. Miembro de número de la Academia Hondureña de la Lengua, preside además la Asociación de Prensa.

Entre sus libros de poesía hay que mencionar Responso al cuerpo presente de José Trinidad Reyes (1953), Poesía Menor (1957), Tiempo detenido (1962), Antología personal (1965 y 1971), Mi país (1971). Su poesía es profunda y serena, de tono intimista.

El arca (1956) es una colección de relatos que abrió un nuevo camino a la literatura hondureña, rompiendo con la tradición costumbrista de la narrativa del su país. Recopiló también poemas de otros autores en obras como Antología de la nueva poesía hondureña (1967) y Poesía hondureña de hoy ( 1971). Entre sus estudios destaca Rafael Heliodoro Valle, vida y obra (1964)[1].

 

[1] http://www.biografiasyvidas.com/biografia/a/acosta_oscar.htm

La espada

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Una bruja le dijo al príncipe Ricardo, hermano del rey Harold, que iba a morir victimado por su propia espada. En la noche la arpía fue quemada viva, en la hoguera, para que no revelara ese secreto. Ricardo, protegido por las sombras, arrojó su espada al río. Veinte años después, recordando el funesto presagio, cuando encabezaba a sus soldados, desvió la ruta y prefirió pasar por un puente situado tres millas abajo del sitio donde había arrojado su arma. Fue derribado por su propio caballo y cayó al río, atravesándole su espada el corazón. En veinte años la espada había sido arrastrada tres millas por las aguas.

Óscar Acosta
No. 27, Diciembre 1967
Tomo V – Año IV
Pág. 176