Por fin lo admitió: estaba enferma. Lo que en principio habían sido simples manifestaciones de sus problemas, ahora eran graves trastornos orgánicos. Por la noche tardaba en conciliar el sueño, ya que los latidos de su corazón eran perturbadores. La sangre era empujada a recorrer venas y arterias con tal fuerza, que Cristina aseguraba que cada latido sería el último. Mientras más tardaba de controlar estos movimientos, más se aceleraban, incrementaban. Finalmente, después de horas, conciliaba el sueño.
Por las mañanas otros eran sus síntomas: cualquier problema lo hacía suyo, y sufría por resolverlo. Tenía dolores de cabeza que se apoderaban de ella ya los conocía bien, podía describirlos con todos sus detalles, los tenía clasificados por secciones de dolor, intensidad, frecuencia y momento de aparición. Uno era el ataque de una enorme aguja de tejer que se incrustaba en el cráneo en la parte posterior derecha. Otro era como toques eléctricos en las sienes. Algunos le impedían el habla, otros la dormían por horas enteras o le provocaban náuseas. Había aprendido a vivir con ellos, pero a veces lloraba desesperada, rodeada de un sentimiento de temor.
La medicina no funcionaba, pero había descubierto que su tensión disminuía cuando su mente viajaba. Esta se detenía admirando las flores y paisajes que imaginaba. Las cascadas y el mar eran sus visiones preferidas. Escuchaba perfectamente los sonidos del agua, percibía su olor y la frescura del ambiente. Disfrutaba imaginándose que chapoteaba y se zambullía en el agua sin cesar. Después flotaba tranquilamente, de espaldas, acariciando el agua.
La encontraron sentada en su oficina con trabajo por todo su alrededor. Estaba fría, dura, con los párpados abiertos y una expresión tranquila en su rostro. Era su hora de nadar.
María Luisa Pérez Tovar
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 417