Se sentó frente a la máquina de escribir con la serena disposición de todos los días: introdujo impecablemente la hoja de papel blanquísimo tras el rodillo, y procedió a mecanografiarlo con su habitual eficiencia: tlac-tlac-tlac. Completaba apenas tres líneas, cuando un febril cosquilleo corrió por todo su cuerpo: descendió de la nuca a los hombros y se proyectó, como un escozor de anhelos suspendidos, a lo largo de sus brazos, de sus manos, de sus profesionalísimos dedos que, incontenibles, aletearon sobre el teclado imprimiendo azarosamente las letras metálicas sobre la hoja de papel. El familiar compás del tlac-tlac cedió ante la irrupción de sonidos melodiosos, escalados, que perdían su consistencia percusiva para adquirir matices de cuerdas, de alientos, de coros encubiertos por notas perfectamente armonizadas. Sus compañeros de trabajo, sorprendidos, temerosos, incrédulos del prodigio que estaban percibiendo, la rodearon en silencio. Uno de ellos susurró: “es Beethoven”. “Es música de Beethoven”, algún otro balbuceó, mientras ella, irradiando la vehemencia de un éxtasis solitario, permitía que sus labios dibujaran una sonrisa de triunfo. Suspiró profundamente, al tiempo que los primeros tlacs-tlacs se dejaban oír otra vez entre la música. Dejó de teclear y se llevó las manos a la nuca. Se levantó de su silla, y sintiendo sobre si la muda sorpresa de sus compañeros, dijo, con cierta turbación: “¿No lo habían notado? Siempre me sucede esto cuando estoy sentimental. Espero que no me corran…”
Sergio González Salvador
No. 60, Agosto-Septiembre 1973
Tomo X – Año X
Pág. 88