Siempre de bastón en mano caminando, arreando realidades y sueños; sentado sobre piedras del camino, fumando “Del prado” en bocanadas de viejo serenado, de cuando joven peleaba con Juan Carrasco, —allá, en Sinaloa y Durango. Su corazón cansado le dolía más ferozmente, como queriendo acobardarlo; sacarle el dolor de adentro, para tirarlo entre la tierra, en los excrementos de las gallinas, puercos, vacas y borregos. No cedía Don Francisco, no quería sentirlo cierto; no sería posible dejar el cigarro, el café y “andar andando los caminos del rancho”. Así era la pelea de Don Francisco, peleando siempre con el corazón, a muerte. “Ay, Francisco, ni porque estás descorazonado te pones quietecito” —le decía siempre su mujer, Doña Eloísa.
Don Francisco nomás oía, para luego andar andando, buscando piedras de superficie plana con pedacitos de musgo verde, inquieto. No es que Don Francisco desoyera las prevenciones o atenciones sino más bien trataba de no quedarse siempre en el mismo lugar, en el mismo tiempo, en el mismo dolor de siempre. Quería sentirse ayudado con él mismo, con el respeto del camino. Entre más andaba andando menos regresaba al dolor, a la justificada “enfermedad de Dios”. Cuando volvía por otro camino le sacaba la vuelta a Dios o a cualquier coyote de tumba, de aserradero, de ladera que corría y no podía aullar por él y Don Francisco. Cuando llovía no era posible salir, era el único cerco: se ponía a leer. A leer el tiempo que tardaría la lluvia en caer, en irse por muchos poros de la tierra. Más cafés y cigarros en el leer de unos ojos escritos, pegados en la escritura de un libro viejo, releído muchas veces y en repetidas lluvias. Don Francisco no leía de punto y aparte, siempre seguido hasta terminar la página, la hoja usada, larga. Tenía siempre bajo la almohada un libro, de preferencia que narrara pasajes de la Revolución, de aquellos días de andar aquí o allá; pero siempre peleando, luchando. En un día de mayo no pudo salir, se quedó mirando el techo del tapanco esperando una gotera, una gota que buscara su cuerpo, su corazón de Coscomate.
Bernardino Valenzuela Gallegos
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 191