Emilia, al contrario de Gabriela, la de cejas tupidas y bien dibujadas, párpados pesados que le dan un aire de misterio, puntas de senos hacia afuera y cintura que se abre en guitarra, anchurosa perspectiva de manubrio, Emilia, digo, la de los ojos bellos y hombros altos y redondos, oscuros senos “pezón de pasa”, no posa. No se detiene, busca la vecindad. Ni científica ni lúbricamente, o así lo cree. Alguna vez, sin embargo, fue promiscua: no simultánea sino consecutivamente.
Equidistante entre los dos cafés, concentra la mirada en el leve temblor de manos. De ser transparente la mesita, podrían verse las rodillas, torpes cachorros husmeándose, a punto de tocarse con la punta de la nariz. Sí, no. Viene la distracción, porque se agita el viento y pasa una paloma; y la voz aquella le habla, le habla: de libros, de poemas.
No, a Emilia los acercamientos no la asustan, siempre que sean de frente. No podría, como Gabriela, llegarle a nadie por la espalda, enlazarle el cuello con los brazos, ni siquiera rozar con las yemas la piel ciega. Va y viene la tejedora con su loca fantasía, de la boca del interlocutor —labios carnosos, borde de dientes blancos, vago olor a tabaco en la lengua navegante…— a un sueño de noche trémula, de roces aterciopelados.
No elude la mirada, antes intensifica la suya, aspirando a alcanzar el ideal de la amistad mixta sin tensiones. Y piensa que el obstáculo se derrumba cuando la mano blanda se posa sobre el pecho duro (esa maravilla masculina de músculo bajo la piel levemente perfumada y erizada de vello, y a unos centímetros de la boca juguetona, la tetilla de piñón).
Lo que sí la llena de pavor es la distancia. Aterra a Emilia mostrarse de lejos, aparentar indiferencia para dejarse mirar a saciedad. Se muere del susto si piensa que tiene que dar la espalda, mover las nalgas, plantarse como posible objeto de deseo… Coquetear, pues.
Irene Prieto
No. 105-106, Enero-Junio 1988
Tomo XVII – Año XXIII
Pág. 154