La tienda

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Rapidez, confianza, discreción.

Tal era el lema de la casa. La casa de pompas fúnebres merecía la excelente reputación que había ganado. Su personal era cortés, sin llegar a frío, sus locales evocaban con tacto la antecámara de la eternidad. Daba confianza, lo mismo a vivos que a muertos, abriéndoles una tumba al mismo tiempo que amplio crédito.

Pero sobre todo, más rápidos que la competencia, tenían ya la costumbre de entregar los ataúdes a domicilio varios días antes de la muerte del cliente.

J. Sternberg
No. 11, Abril 1965
Tomo II – Año I
Pág. 294

Sabbat

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El Sabbat se concluye con una manifestación de poder: las brujas se reúnen aquí y allá en pequeños grupos, cavan en la tierra hoyos, vuelcan dentro de ellos un poco de agua y, metiendo un dedo y pronunciando incomprensibles fórmulas, la agitan con violencia; en ese mismo instante el cielo se oscurece, se espesan las nubes y desencadenan un furioso granizo, que aniquila toda la cosecha. En vano se eleva entonces, en el silencio de la noche, la voz de las campañas benditas para poner en fuga al enemigo y apaciguar los elementos… Entretanto, de algún grupo una bruja se levanta por el aire y desparrama sobre los campos un pequeñísimo polvo, que el Diablo le ha dado durante el conventrículo: luego de algunos días aquella campiña será invadida por un ejército de orugas o de langostas, o de ratas, que en muy breve tiempo devorará los retoños, roerá las tiernas plantas y hará un desierto.

Giuseppe Faggin
No. 11, Abril 1965
Tomo II – Año I
Pág. 290

Borgiana

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Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino —a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana— no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.

Jorge Luis Borges, en OTRAS INQUISICIONES
No. 11, Abril 1965
Tomo II – Año I
Pág. 280

El arte de cazar cigarras

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Tchong-ni, durante su viaje a T ch´ou, vio en las cercanías de un bosque a un jorobado que atrapaba cigarras, como si estuviera recogiendo frutos o flores. Tchong-ni, dijo: “¡Qué habilidad! ¿Tiene usted un método?” “Sí —dijo el anciano—. Tengo un medio secreto. Durante cinco o seis meses me ejercité en equilibrar dos bolas sobre una pértiga; cuando dejaron de caer, muy pocas cigarras se me escapaban aún. En seguida, sostuve en equilibrio tres bolas; cuando no cayeron más, una cigarra de cada diez se me escapaba todavía. Por fin, coloque sobre la pértiga cinco bolas, y cuando ya no cayeron, no tuve más que recolectar a las cigarras. Para esto pongo a mi cuerpo inmóvil como un tronco de árbol y mi brazo tenso se parece a una rama seca. De tantas cosas que hay en el mundo no conozco más que las alas de cigarra: ya no me muevo más; no cambiaría por nada del mundo a las alas de cigarra. ¿Cómo podría no cazarlas?

Lie Tseu (traducción de Alejandro Jodorowsky, en EL CORNO EMPLUMADO
No. 11, Abril 1965
Tomo II – Año I
Pág. 278

Satanás y el fisco

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A Satanás se recurre para tener el dinero que el fisco exige: en 1582 es condenada a la hoguera en París, como bruja, una tal Gantiére, quien, según sus confesiones, “había recibido ocho sueldos del diablo para pagar su impuesto y luego no los encontró dentro de su pañuelo”.

Giuseppe Faggin
No. 11, Abril 1965
Tomo II – Año I
Pág. 274

El regreso

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Y un día regresaron a la tierra.

Nos enseñaron que no éramos ni animales, ni espíritus, ni seres humanos. Éramos robots.

Robots de carne, pues habían utilizado ese material para fabricarnos. Nos habían modelado a su imagen, pero de forma grosera, muy aprisa, sin pulir los detalles. Ellos eran los únicos seres humanos del planeta. Se fueron hacía mucho tiempo, y nos lo habían dejado. Porque eran indolentes, y porque nos habían concebido trabajadores, hábiles, con conciencia profesional y ambición. Durante siglos y siglos, habíamos sido los forjadores de una nueva Tierra.

Pero habían regresado.

Y en esa mirada sin vida que nos dirigieron no había ni gratitud ni indulgencia.

J. Sternberg
No. 11, Abril 1965
Tomo II – Año I
Pág. 270

La amazona

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Yegua mía, mi hermosa yegua, iremos al bosque a no pensar sino en nosotras mismas.

El aire vivo, las sombras, los árboles, los retiros, los movimientos de tu movimiento —los fantasmas que arranca el furioso galope a los ramajes, y que tira luego a la nada, tras de sí—, los paisajes profundos que entreabre y cierra en seguida de tu carrera —y esa rara transparencia giratoria de los claros del bosque con sus columnas innumerables cuando se les atraviesa de prisa—, ¡que todo esto nos haga un sueño y una ausencia desatinada!

Que tu cuerpo conduzca a mi cuerpo. Yo soy bella como bella eres tú. Eres tú mía y yo soy tuya… ¡En marcha, hop!

Espera un momento para asegurarme el sombrero, para ponerme sobre el seno esta rosa roja y sólida, para que me entregue el escudero ese fino látigo.

No es para ti, bestia rubia. Es para esos jóvenes que no se atreven a jugar con el amor.

Paul Valéry
No. 11, Abril 1965
Tomo II – Año I
Pág. 266

Marcel Jouhandeau

Marcel Jouhandeau

Marcel Jouhandeau

(1888-1979)

Nació en Gueren en una familia de comerciantes, creciendo en un mundo de féminas. En su infancia fue alumno de un colegio católico de niñas, donde su tía ejercía como profesora, posteriormente paso al liceo Pierre Bourdan. Entre 1912 y 1949 fue profesor de los cursos de 6 grado. Marcel Jouhandeau se embarcó en un catolicismo místico y casi fundamentalista. Sus primeras emociones homosexuales fueron vividas desde un sentimiento de culpabilidad extrema en el ultraje a Dios. No obstante este sentimiento de vergüenza no le impide entregarse a numerosos «actos al paso», y toda su vida oscilará entre la celebración del cuerpo y la belleza masculina y el sentimiento pecaminoso y mortífero de la sexualidad, hasta el punto de que en 1914, en un arranque de misticismo Jouhandeau quema sus manuscritos e intenta suicidarse. Superada esa crisis, retorna progresivamente a la escritura, centrándose en crónicas lugareñas que constituyen los primeros éxitos de su obra. En 1929 se casa con la bailarina Elisabeth Toulemont que marcaría toda su vida y obra[1].

Visión del infierno

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“… todo me faltaba, todo de golpe y a la vez, hasta el fin: el aire, la luz; pero sobre todo me desesperaba la certeza de que estaba allí para siempre replegado sobre mí mismo, sin esperanza de nada, de ninguna otra cosa, para siempre; ni de salir ni de recibir ninguna visita, ni de escuchar ningún ruido en lo sucesivo, ni poder hacer ningún movimiento: amurallado, encerrado herméticamente en una concha blanca sin abertura, hecha exactamente a mi medida; surgido del huevo y vuelto al huevo; la célula definitiva vuelta a su forma original, átomo que nadie entreabriría más.”

Jouhandeau
No. 11, Abril 1965
Tomo II – Año I
Pág. 255

Invento colosal

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Todo el coro del cielo y los aditamentos de la tierra —todos los cuerpos que componen la enorme fábrica del universo— no existen fuera de una mente; no tienen otro ser que ser percibidos; no existen cuando no los pensamos, o sólo existen en la mente de un Espíritu Eterno.

Berkeley
No. 11, Abril 1965
Tomo II – Año I
Pág. 248

El atentado

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Necesitamos dinero. Iremos a tomarlo donde lo haya. No nos gustan ni el trabajo ni la incertidumbre. No somos laboriosos, no somos jugadores. Compraremos pistolas y máscaras de seda fina. Una media de mujer servirá para el caso. Iremos al bosque a combinarlo todo; al café, a estudiar la guía de los ferrocarriles. Tomaremos ese hermoso tren nocturno. Está lleno de ricos que duermen. Sabemos que en determinado punto disminuye la velocidad. Pondremos ahí a nuestros amigos en el coche que harán robado. Esperaremos. Tú dejarás tu sitio a la hora que las circunstancias lo exijan. Yo estaré en el pasillo, con cinco tiros en cada mano. Encenderás la luz bruscamente. Bruscamente harás esa entrada aparatosa que paraliza los corazones y los miembros. No hay que matar sino a los valerosos…

—Hay muchos cálculos y riesgos en este asunto. Hay miserables que entregan carteras falaces a los compañeros. No hay tiempo de contar. Hay las ruedas espantosas del tren que se abandona. Hay las batidas por el campo, y alambres en los que uno cae, a oscuras. Hay, al alba, un cigarrillo que se desprende muerto de los labios, y un hombre como todos los hombres, cuyo dedo ya oprime el botón del timbre…

Paul Valéry
No. 11, Abril 1965
Tomo II – Año I
Pág. 234